EL MUNDO 03/08/13
ARCADI ESPADA
Querido J:
Espero que tuvieras la oportunidad de escuchar la intervención del presidente Rajoy, la mañana del jueves en el Senado. Porque fue una obra maestra. Su primer discurso fue el mejor que ha pronunciado nunca, y hablamos de un hombre que ha hecho grandes discursos parlamentarios, como aquel inolvidable acerca del plan Ibarretxe. No sé si el discurso puede atribuirse a alguien en concreto, a algún Henri Guaino patrio. Pero es irrelevante: un discurso siempre es del que lo dice, y por lo tanto el presidente, un hombre mate, ortopédico y medroso en otros ámbitos de intervención pública, singularmente frente a los periodistas, alcanzó el jueves su máximo esplendor retórico. El primer gran acierto del discurso fue reconocer y tomar en cuenta el lugar donde iba a pronunciarse, que es el lugar de la política. Se construyó así en torno a normas elementales de la convivencia democrática, como la presunción de inocencia y la necesidad de que sea el acusador quien deba probar las acusaciones. Se preguntaba el presidente, con la finura de un martillo pilón: «¿Cómo puede demostrar alguien que el contenido de las anotaciones escritas en un papel no es cierto? Hay quien dice como argumento que las acusaciones son verosímiles. ¿Y cómo se puede demostrar que lo verosímil no es verdadero? Por mi parte, sólo voy a recordar una cita de Bertrand Russell: ‘La calumnia es siempre sencilla y verosímil’». Antes había golpeado sobre la proporcionalidad inversa, característica de la democracia en red: «Debe imperar el Estado de Derecho, con la presunción de inocencia como base. Si no, esto no sería una democracia, pues con un esfuerzo mínimo se puede llegar a niveles de insidia máximos».
Obviamente, no se trataba de un debate académico, sino de una dura confrontación política, donde ganar y perder. Así el segundo acierto fue la implacable guerra preventiva que desencadenó sobre el líder Rubalcaba, al que inutilizó con sus propias palabras antes de que pronunciara una. «Fin de la cita» fue, inmediatamente, hashtag de moda y el resumen en cuatro palabras de la formidable victoria del presidente. Su recurso retórico no fue, en modo alguno, una versión del Y tú más…, que satirizara WenceslaoFernández Flórez, junto a ‘Azorín’ y Vicent el mejor cronista parlamentario español. El presidente sólo se rindió al Y tú más… en la réplica, cuando aludió al civil Luis Roldán y a la confianza que depositaron en él. Y la verdad es que pudo hacerlo en muchas otras ocasiones, una especialísima, cuando el líder Rubalcaba trató de deslegitimar las victorias electorales del PP aludiendo al doping de la financiación ilegal, él, que hablaba inexorablemente en nombre del Partido Socialista y de Filesa. «Fin de la cita» fue en realidad Fin del debate. Salió el líder Rubalcaba y cualquiera pudo observar, incluso con lástima, a qué le había reducido la estrategia presidencial: dado que llevaba las manos atadas, únicamente podía dar patadas. El discurso del presidente Rajoy no sólo eligió el lugar desde donde iba a hablar él. También dictó el que iba a ocupar su oponente, o sea, el sórdido agujero de Soto del Real.
Lo que valió para el líder Rubalcaba valió para el resto, incluyendo Rosa Díez, que formuló 20 preguntas. Precisas, pero fuera de registro. El presidente ya las había contestado, por elevación. En la réplica, cometió el error de no recordárselo explícitamente a la diputada, incluso de recordárselo con afecto. El presidente del Gobierno cree que el desdén que practica con UPyD es eficaz, y se equivoca gravemente, como se equivocó en los meses que no pronunció el nombre de Luis Bárcenas: cuanto más ignora a UPyD, más la subraya. Sin contar, además, lo que tiene de inmoral el procedimiento: la distancia entre los argumentos políticos que maneja ese grupo y los del resto de asimilables cuantitativos es puramente exoplanetaria. Puede que UPyD no sea el aliado político que Rajoy soñara, pero es el aliado de la democracia española en el altillo del Congreso, allí donde esputa la defección.
El presidente Rajoy construyó el jueves un alegato en defensa de la razón, el Estado de Derecho y la calidad democrática que fue mucho más allá de una jura de Santa Gadea convencional. El presidente probó su inocencia como lo hiciera John Fraser ante Charlton Heston, mediante el recurso a su propia palabra, a su honor y al laico juramento. Dijo que nunca cobró dinero sucio ni incumplió la ley cobrando sobresueldos. Y dijo que su partido no tenía una contabilidad opaca ni se había financiado ilegalmente. Todo eso, sin embargo, fue dicho de modo tan etimológicamente soberbio que sobrepasó por mucho la circunstancia particular de un hombre llamado Mariano Rajoy Brey. Bastaron pocos minutos de discurso para que emergiera la evidencia. El presidente Rajoy había vuelto a huir de los focos, con su legendaria capacidad de elusión, y había dejado sigilosamente su lugar al Estado. No es raro que todos los que a continuación le sucedieran en el uso de la palabra parecieran descamisados. La dramática distancia entre un decreto y una pancarta.
Naturalmente, no se te escapará, en la actual circunstancia de desconfianza española, el nivel de compromiso que alcanzó el presidente del Gobierno. La noticia de un hecho probado que desmintiera (sí, bien lo sabes: desmentir es negar con pruebas) el excepcional discurso del presidente del Gobierno pondría automáticamente la legislatura en modo excepcional.
Sigue con salud
A.