Javier Tajadura-El Correo
Las polémicas que han rodeado la constitución de las Cortes se suman a una excepcionalidad inquietante: la ausencia de un Gobierno con mayoría parlamentaria desde 2015
La XIII Legislatura ha comenzado su andadura en un ambiente convulso que no presagia un futuro prometedor. La elección de los presidentes del Congreso de los Diputados y del Senado y el juramento o promesa de la Constitución por los electos el 28 de abril han resultado muy controvertidos.
Desde un punto de vista constitucional hay que denunciar la degradación institucional que supone el hecho de que los presidentes de las cámaras, formalmente nombrados por ellas, hayan sido designados -de facto- por Pedro Sánchez. De la misma forma que Mariano Rajoy impuso a Ana Pastor, Sánchez ha impuesto a Batet. Se pone de manifiesto, una vez más, la deriva presidencialista de nuestra democracia parlamentaria y la erosión de la división de poderes. Una cosa es que, en un régimen parlamentario, la mayoría parlamentaria y el Gobierno deban actuar en la misma dirección, y otra, que quien vaya a encabezar el Gobierno designe también al presidente del Congreso y de las Cortes, que es la tercera autoridad del Estado. Hasta tal punto nos hemos habituado a estas prácticas que nos parecen normales. De esta forma, el prestigio y la dignidad institucional del cargo de presidente de las Cortes sufren una erosión notable. En este contexto, ya no puede ser configurado como el máximo representante de la institución parlamentaria, dotado de un estatus de neutralidad y en definitiva ‘auctoritas’ que le permita cumplir con independencia su función, como puede serlo el ‘speaker’ de la Cámara de los Comunes en Reino Unido. La presidencia de las Cortes se degrada a la condición de «instrumento político» del Gobierno.
En el caso del Senado, la pretensión inicial de Sánchez de nombrar a Miquel Iceta presidente de la Cámara Alta adquirió tintes surrealistas. Aunque Iceta hubiera sido designado senador autonómico por Cataluña -nombramiento que el Parlamento catalán rechazó, violentando la normativa que regula el tema-, la presidencia debe corresponder a un senador provincial elegido por los ciudadanos -puesto que el mandato del presidente debe coincidir con el de la Cámara- y no a uno designado por una Cámara autonómica y cuyo mandato se vincula al de la duración de la legislatura en esa comunidad. La pretensión de Sánchez de hacer presidente a un senador autonómico encuentra su fundamento, en todo caso, en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que, incomprensiblemente, se niega a aceptar el diferente estatus de los senadores provinciales elegidos en las urnas y los autonómicos.
La jurisprudencia del Constitucional es también la que explica el circo en que se convirtieron las cámaras el día de la promesa o juramento de acatamiento de la Carta Magna por los parlamentarios electos y donde muchos utilizaron fórmulas que desvirtuán el carácter de la promesa o juramento. Se trata de una pregunta clara: «¿juráis o prometéis acatar la Constitución?». Basta con responder con un ‘sí’. Sin embargo, los parlamentarios han hecho gran alarde de imaginación para añadir «por España», «por la democracia», «por compromiso republicano», etc. Con independencia de su contenido, todas estas coletillas devalúan la promesa o juramento. Promesa o juramento que no requiere apelar a ninguna idea, realidad, hecho o valor distinto a la Constitución.
Conviene recordar que en 1989 tres diputados de Batasuna prometieron la Constitución «por imperativo legal» y el entonces presidente de las Cortes, el socialista Félix Pons -gran presidente que ejerció siempre su cargo con una neutralidad y auctoritas ejemplares-, los expulsó del hemiciclo por no haber adquirido la condición de diputados. Felix Pons les advirtió que la única fórmula admitida es ‘sí, juro’ o ‘sí, prometo’. Los expulsados acudieron en amparo al Constitucional que, en una sentencia muy discutible, les dio la razón. Según el tribunal, es legítimo emplear diversas fórmulas. La nueva presidenta del Congreso, Meritxell Batet, se ha limitado a recordar esa jurisprudencia.
Al margen de esas controversias, lo más grave de la situación actual es la prolongación de la anormalidad constitucional en la que estamos instalados desde 2015. Desde entonces, España carece de un Gobierno que goce del respaldo de la mayoría del Parlamento. En los últimos años solo se han formado coaliciones negativas capaces de derribar gobiernos, pero no de impulsar su acción y respaldarlos. Una coalición del PSOE, Podemos, nacionalistas y separatistas derribó el Ejecutivo de Rajoy. Pocos meses después, otra coalición negativa del PP, Ciudadanos y separatistas derribó al de Sánchez al tumbar sus Presupuestos. A la luz de los discursos que hemos podido escucharen el arranque de la legislatura, parece que, dada la aritmética parlamentaria, esta situación patológica no va a cambiar.
En este contexto, las consultas que el jefe del Estado celebrará próximamente podrían conducir a la designación de un candidato a la presidencia del Gobierno que no tenga el respaldo de la mayoría. En ese caso, la inestabilidad se prolongaría y el deterioro y el desprestigio de las instituciones aumentarían. La única esperanza es que las consultas regias sirvan para modificar las posiciones de partida de algunas fuerzas políticas y sea posible transitar por la senda de un Gobierno de coalición que cuente con el respaldo de la mayoría absoluta de la Cámara. Los partidos tienen la última palabra.