Ignacio Camacho-ABC
- Bofill fue un arquitecto polémico pero tenía carisma, glamur y ese sello de distinción que conocemos como talento
Antes de que la moda de los arquitectos-estrella llegase a España Ricardo Bofill ya era el divo de la ‘gauche divine’ en una Barcelona de vocación abierta y europea que aún no había oscurecido la hegemonía del nacionalismo. De aquella especie de comuna hippie-chic alrededor de Walden-7, el bunker brutalista de Sant Just Desvern, salieron manifiestos sesentayochistas, utopías urbanísticas, algunos disparates y bastantes proyectos notables. El líder de aquel grupo era un tipo seductor, carismático, inteligente y arrogante, con visión judía de los negocios y una potente intuición para construir paisaje. Fue vedette de la posmodernidad en la Francia de Giscard y Mitterrand, donde popularizó el grandilocuente estilo neodórico que luego caricaturizarían desdeñosamente sus colegas, y de ahí se abrió
a sembrar medio mundo de aeropuertos, hoteles de lujo, jardines, auditorios y barrios residenciales de inspiración ecléctica, a veces radical o rupturista, a veces clásica, siempre antirracionalista y reconocible por una cierta ampulosidad estética. Pasó de celebridad pop a ‘sociality’, de gurú contestatario a internacionalista liberal y de marido de Serena Vergano a consuegro de Julio Iglesias, y todos esos papeles y muchos más los desempeñó con una elegancia intelectual distante, irónica, consciente de la condición pasajera de una vida bien apurada, independiente, intensa, impregnada de hedonismo displicente ante la banalidad de la mirada ajena.
Cuando a mediados de los ochenta Felipe González lo designó comisario de la Expo 92, influido por Salvador Clotas, el nombramiento quedó abortado por un motín civil, una corriente de rechazo primario a la idea de que un pijo catalán gestionase un proyecto sevillano. Desde la distancia del tiempo, y tuve ocasión de decírselo, es razonable admitir que los opositores nos equivocamos. A él le dio igual el gatillazo -a esas alturas le sobraba tanta autoestima como trabajo- y la ciudad salió perdiendo con el cambio por un ejecutivo de modales ramplones y criterio pragmático. Bofill era ya un personaje polémico pero tenía algo distinto, especial y escaso: talento. Brillantez, cultura, cosmopolitismo, inventiva, atrevimiento. Y su catalanidad era universalista, despejada, refractaria al particularismo plomizo y cateto que se va hundiendo en la ciénaga de sus complejos. Deja un millar de obras, ejecutadas o diseñadas, en cuarenta países, de España a China, de Japón a Marruecos, casi todas con esa querencia monumentalista que constituye su sello, mezcla de tradición, historicismo y experimento. Sus compañeros iniciales lo acabaron considerando un converso, un ‘jet-setter’ integrado en los circuitos del poder y del dinero. Quizá lo fuese al fin, pero por encima de todo eso era un espíritu libre que hizo lo que quiso en cada momento. Y con un toque de clase y glamur propio de un auténtico caballero.