Editorial, LA VANGUARDIA, 31/12/11
Un profundo sentimiento de estupefacción general se extendió ayer al conocer por boca del nuevo Gobierno que los problemas de la economía española, medidos en términos de déficit público y de ajuste fiscal, son aún mayores de lo que se pensaba, lo que va a implicar sacrificios extras tanto en impuestos como en crecimiento.
España no es Grecia y hay en Europa un fondo importante de confianza sobre las posibilidades de nuestro país. Ahora bien, cuando la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría comunicó ayer que el déficit público en el 2011 era del 8% mientras el equipo de Gobierno anterior insistía en que rondaría el 6%, abrió una duda tremenda tanto interna como externamente. Sólo la rapidez y la contundencia en reconocer los hechos pueden paliar el pesimismo que suscitan esas perspectivas.
Se ha producido un shock interno, porque en un momento en que la economía española está entrando en recesión, como ha señalado el Banco de España, con una caída del PIB en el último trimestre del año del 0,5%, un duro plan de recortes del gasto público en el 2012 y una subida de impuestos ha coloreado este fin de año de un dramatismo elevado. Y eso es el principio, como reconoció ayer la vicepresidenta.
Según explicó el Gobierno, se ha acordado la no disponibilidad de 8.900 millones de euros de aquí hasta que en marzo se aprueben los nuevos presupuestos para el 2012. Eso quiere decir que, de mantenerse esa línea, el recorte del gasto podría ascender a 36.000 millones en todo el año. Esa es, más o menos, la cifra que supone reducir el déficit público desde el 8% hasta el 4,4% del PIB en el 2012 (que es de un billón de euros, aproximadamente), que es lo que exige el pacto de estabilidad europeo que ha firmado España.
Pero, como explicó ayer el Gobierno, la situación imprevista y extraordinaria con que se ha encontrado un equipo de corte más bien liberal lo ha llevado a hacer algo contra natura: subir los impuestos aunque sea de forma temporal. El alza se ha concentrado en el IRPF, los impuestos de capital y el IBI, con subidas sustanciales especialmente en los tramos más altos de ingresos y de riqueza. Los más ricos podrían volver a pagar hasta el 53%, señalaban ayer algunos expertos.
El alza de los impuestos, según explicó el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, puede aportar a las arcas públicas cerca de 6.000 millones de euros. ¿A qué se debería la necesidad de recaudar un 6% más de PIB cuando con la reducción de gastos ya se cumpliría teóricamente el plan de estabilidad europeo? A que al retroceder el crecimiento (que asegura en último termino la solvencia de un país) y, como ya se percibe, la inflación (que ayuda a reducir las deudas), el peso del déficit público se hincha. Y eso exige hacer más provisiones, que a su vez dañan el crecimiento. En situaciones así, las soluciones no son fáciles.
El hecho de hacer soportar el alza de impuestos sobre el IRPF en vez de sobre el IVA ha sido seguramente una buena idea, porque el consumo está por los suelos y una carga adicional habría podido ser la puntilla. Además, el consumo tiene un efecto muy directo sobre el estado de ánimo de los ciudadanos. Mantener el poder de compra de las pensiones es también una buena decisión, al tiempo que la Administración se aligera de cargos intermedios. Las facilidades fiscales para la compra de primeras viviendas van destinadas a asegurar compradores para los pisos que salgan de los balances de los bancos. En cualquier caso, el saneamiento del sistema financiero se ha tornado mucho más complejo a la vista de la sobrecarga de deuda que ha emergido. Ese es otro problema añadido.
El Consejo de Ministros de ayer dejó un sabor amargo en la calle. Pero al menos fue valiente. Cualquier consideración política, como las elecciones de Andalucía, quedó soslayada. Por las fechas en que estamos, los mercados no dieron su veredicto. Ahí estará la clave.
Editorial, LA VANGUARDIA, 31/12/11