Jesús Cacho-Vozpópuli
“En absoluto estamos dispuestos a negociar una moderación de los beneficios empresariales”. De esta manera respondía José María Cuevas, presidente de CEOE, a las presiones del ministro Carlos Solchaga, quien, en octubre de 1990 y con motivo de la presentación del proyecto de PGE para 1991, había pedido la colaboración empresarial para contener las demandas salariales de los sindicatos. Cuevas se las tuvo tiesas con el poderoso Solchaga y también con los ministros del primer Gobierno de Aznar, por no hablar de los líderes sindicales con los que le tocó compartir protagonismo, desde los históricos Camacho y Redondo hasta los Fidalgo, Méndez o Gutiérrez más recientes. Con todos se batió el cobre. Con todos negoció, con todos se mostró duro cuando era preciso y dúctil cuando había que serlo, siempre con la vista puesta en el interés general. Hombre capaz de dejar la ideología en un cajón cuando de negociar las grandes cuestiones se trataba, Cuevas terminó convertido en una referencia de la transición económica española. De aquella CEOE no queda casi nada. Y de Cuevas queda hoy la copia en pardo sepia de alguien llamado Antonio Garamendi.
El citado acaba de prestar su firma a la última subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) de 900 a 950 euros, una iniciativa que jamás hubiera avalado Cuevas en su tiempo, sobre todo después de haber endosado hace apenas un año un incremento del 23% (de 736 a 900 euros). El presidente de la patronal ha argumentado estos días que subir el SMI es una prerrogativa gubernamental en la que la patronal no tiene arte ni parte, hasta el punto de que el Ejecutivo de Pedro & Pablo estaba dispuesto a elevar el listón de golpe hasta los 1.000 euros, de modo que él se ha limitado a “reducir daños” aceptando esos 50 euros que podían haber sido 100. Como era de esperar, el Gobierno se ha apresurado a mostrar ese acuerdo como una gran victoria política. La exhibición tuvo lugar el pasado día 30 en la Moncloa “con un gran acto con Pedro Sánchez, la patronal y los sindicatos, que ha tenido un impacto emocional y político en el Ejecutivo que varios ministros resumen así: ‘Garamendi ha hecho una apuesta arriesgada pero que tiene mucho sentido. Él asume que, digan lo que digan la oposición y algunos medios, este Gobierno va a durar. Y si es así, él quiere negociar’ (…) ‘Garamendi está espantado con la situación política, con la polarización. La CEOE no quiere ser ultra’”, decía el periódico gubernamental el día de autos.
El jefe de la patronal se ha prestado a servir de coartada para desacreditar a la oposición (“Se ha ganado un papel importante como negociador con este Gobierno y ha dejado a Pablo Casado fuera de juego”, aseguraba el diario El País, en boca de un miembro del Gobierno) y aprobar una medida que, más allá de la batalla ideológica, va a perjudicar a los sectores laborales más desfavorecidos, menos técnicamente cualificados (agricultura, turismo, hostelería, etc.) y no tanto a los jóvenes como a los mayores de 45 años descapitalizados, esencialmente los radicados en la España deprimida.
La CEOE se ha rendido a los encantos de un populista empeñado en la creación de una red clientelar de votantes subsidiados sobre la base de tirar del gasto público e incrementar deuda
Cualquiera hubiera podido pensar que Garamendi, al aceptar el trágala de esta segunda subida del SMI en poco más de un año, habría logrado algún tipo de contrapartida importante en alguna de las revisiones que en materia de relaciones laborales se anuncian como inmediatas, caso de la derogación de la reforma laboral llevada a cabo por el Gobierno Rajoy en 2012 y de la que el Gobierno socialcomunista ha hecho bandera. La reforma del PP pretendía acabar con las rigideces de un mercado laboral que en la parte bajista del ciclo envía sin piedad trabajadores al paro ante la imposibilidad de ajustar salarios para recuperar competitividad. Los cambios pivotaron sobre tres grandes ejes que son los que ahora Sánchez pretende anular para devolver el poder en las empresas a la mafia parasitaria sindical: la prevalencia de los convenios de empresa sobre los sectoriales y/o territoriales; la eliminación de la llamada “ultraactividad” (la prórroga automática de los convenios colectivos cuando, vencida su vigencia, no hubieran sido sustituidos por uno nuevo en el plazo de un año); y la reducción de los costes del despido mediante la redefinición de las causas objetivas, el recorte de las indemnizaciones en caso de despido improcedente y la eliminación de la autorización previa administrativa a la hora de acometer un ERE.
Una reforma aguada por los jueces
Ninguno de esos tres grandes ejes ha funcionado, o lo ha hecho de forma tan parcial que la cacareada reforma laboral del PP se ha quedado en agua de borrajas. Aun reconociendo que el impacto inicial del Real Decreto-ley 3/2012, de 10 de febrero, se tradujo en un fuerte impulso al empleo a partir del inicio de la recuperación en el cuarto trimestre de 2013, gracias a la moderación salarial y al paralelo aumento de la competitividad vía exportaciones, sus efectos se han ido diluyendo con el paso del tiempo como consecuencia de las insuficiencias del propio proyecto y de la labor de zapa de factores varios. Así, la dificultad que encuentran las empresas para descolgarse de convenios de ámbito superior es tal que si en 2013 se contabilizaron 2.512 “descuelgues” afectando a 160.000 trabajadores, en 2018 la cifra se había reducido ya a 987 afectando apenas a 20.920 trabajadores. ¿Por qué? Porque la reforma concedió a la plantilla la capacidad de vetar la medida en caso de no estar de acuerdo con ella.
El coste de los despidos, procedentes o no, es en España uno de los más altos de la OCDE, algo determinante a la hora de convertir empleos temporales en fijos y causa primera de la elevada temporalidad
Algo parecido ha ocurrido con los despidos colectivos, cuya capacidad para reducir costes económicos y administrativos para la empresa ha quedado anulada por una maraña de trabas, algunas burocráticas. Fundamentalmente porque los jueces de lo social, afectos al paternalismo franquista en materia laboral, se han cepillado la reforma declarando nulos buena parte de los ERE que llegan a sus predios obligando a las empresas a readmitir a los trabajadores afectados, situación que lleva a los gestores a “pasar” del ERE y evitar la visita al juzgado pagando unos costes del despido superiores a los fijados por la ley. Y otro tanto o peor cabe decir de los despidos individuales: los jueces de lo social no declaran procedente un despido ni aunque el trabajador afectado haya sido descubierto metiendo la mano en la caja o abofeteando al director financiero delante de media plantilla. El resultado es que el coste de los despidos, procedentes o no, es en España uno de los más altos de la OCDE, algo determinante a la hora de convertir empleos temporales en fijos y, en consecuencia, causa primera de la elevada temporalidad.
La falta de precisión del Real Decreto-ley de 2012 a la hora de hacer efectiva la ultraactividad de los convenios ha terminado también por neutralizar la efectividad del tercer gran eje de aquella reforma. Si a ello añadimos, en fin, que los subsidios de paro existentes en España siguen encontrándose entre los más generosos y de mayor duración de la UE y de la propia OCDE, lo que desincentiva la búsqueda activa de un puesto de trabajo, tendremos dibujado el perfil de una reforma que se quedó a medio camino cuando no fracasó directamente, además del radical sin sentido de la contrarreforma que ahora pretende el Gobierno de Pedro & Pablo, algo que, en lugar de corregir las deficiencias de la reforma Rajoy, terminará traduciéndose, so capa de defender a los trabajadores, en nuevas rigideces. De acuerdo con el “Índice de flexibilidad del mercado de trabajo 2019” de la OCDE, España, con 60,8 puntos sobre 100, se sitúa por debajo de la media, siendo Dinamarca (96,9) el más flexible, seguido de Estados Unidos (92,4), con Francia como el menos flexible (39,4)] para un mercado laboral que sigue luciendo unas tasas de paro escandalosas, capaces de ruborizar a cualquier demócrata con la cabeza decentemente amueblada.
Quienes el jueves se sintieron escandalizados ante la ración de indignidad que Sánchez endosó a millones de españoles con su rendición ante un delincuente como Torra, deberían ir corriendo a pedir Omeprazol
En pleno proceso de desaceleración, como la última EPA conocida el pasado 28 de enero ha puesto de manifiesto, la CEOE se ha rendido a los encantos de un populista empeñado en la creación de una red clientelar de votantes subsidiados sobre la base de tirar del gasto público e incrementar deuda, algo que no pasa de ser una bomba de relojería a medio y largo plazo. Se ha rendido Garamendi, cierto, pero lo ha hecho porque antes se rindieron los grandes patronos que permanecen agazapados sin decir esta boca es mía, entre ellos los muy significativos (Santander como cabeza de serie, Telefónica y Caixa) que hoy sostienen con su dinero a medios tan endeudados y tóxicos, desde el punto de vista de una democracia liberal, como el grupo Prisa. Vale la célebre cita de Lenin: “Los burgueses nos venderán la soga con la que les vamos a ahorcar”. Cabría decir que nuestros burgueses son tan desprendidos, además de tan irresponsables, que se dejarán conducir mansamente al matadero sin decir ni pío.
¿El paro nos salvará de Sánchez?
Hay quien sostiene que la política económica de Sánchez, traducida en el tiempo en una nueva oleada de paro parecida a la que en noviembre de 2011 llevó a Zapatero al hoyo, es la única salida que en la actual correlación de fuerzas muchos vislumbran para acabar con la pesadilla de un Gobierno empeñado en un cambio de régimen. Y esa es una esperanza, más bien un desiderátum, francamente indeseable desde todos los puntos de vista, por más que nada quepa esperar de una sociedad civil muerta por inanición, con el empresariado escondido, los medios de comunicación a su servicio, media España votándoles con gusto –ese es el problema-, y la otra media perdida en los vericuetos de una derecha dejada de la mano de Dios.
Quienes el jueves se sintieron escandalizados ante la ración de indignidad que Sánchez endosó a millones de españoles con su rendición ante un delincuente como Torra, deberían ir corriendo a pedir a su especialista una buena ración de Omeprazol para proteger su estómago de lo que se avecina. La farsa representada en el Palau de la Generalitat es apenas la primera estación del vía crucis que este aventurero sin escrúpulos está dispuesto a hacernos transitar camino de la independencia de Cataluña. Algo que el sujeto parece dispuesto a conceder al separatismo con tal de que el independentismo le siga sosteniendo en Moncloa. Lo del jueves es apenas el principio de lo que nos espera. Sánchez está demostrando ser un enemigo formidable.