Jesús Cacho-Vozpópuli
Entre otras desgracias, el coronavirus ha venido a poner en evidencia los problemas que aquejan a nuestro Estado de las autonomías desde hace tiempo, asuntos que afectan al campo educativo, al sanitario, al competencial, al económico y lógicamente al político. Son problemas viejos hace tiempo identificados, sus disfunciones denunciadas con largueza, que la gran riada de la covid ha venido a sacar a la superficie para exhibirlos sin pudor ante el español medio. Los ataques al castellano como lengua vehicular, la disparidad de criterios sanitarios a la hora de combatir la pandemia, la inflación legislativa que, en lo económico, amenaza la unidad de mercado, las diferencias fiscales entre unas comunidades y otras… El problema, cuya gravedad a nadie escapa, ha adquirido esta semana una nueva dimensión con el acuerdo alcanzado entre ERC y el presidente Sánchez para acabar con las ventajas fiscales que disfrutan los residentes en la Comunidad de Madrid. Todas las costuras del Estado autonómico, ya muy dadas de sí, han saltado por los aires. Porque es esa organización del Estado la que posibilita que un rufián (“hombre vil y despreciable que vive de engañar y estafar”, según la segunda acepción del sustantivo que figura en el diccionario de doña María Moliner) pretenda decirnos, precisamente él, que aspira a la independencia fiscal y a la otra también, qué impuestos y en qué cuantía deben pagar los madrileños.
Sostiene José Tudela, autor de ‘El fracasado éxito del Estado autonómico. Una historia española’ (Marcial Pons, 2016), que el éxito que acompañó en los primeros años de la transición a nuestro Estado autonómico comenzó a quebrarse en 2006 con el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña y las reformas estatutarias que le siguieron, hasta convertir aquel éxito en un fracaso. Para Tudela, como para otros autores, la demostración más evidente de ese fiasco es que “el Estado autonómico no ha servido para integrar a los nacionalismos” en un proyecto colectivo de país, particularmente en una Cataluña (el famoso cupo ha atemperado la tormenta en el País Vasco) donde a partir de 2012 se han multiplicado los partidarios de la independencia hasta llegar a la rebelión institucional que significó el procés. Una conclusión que no deja de sorprender si tenemos en cuenta que ya entre los redactores de la Constitución y aledaños había quien desconfiaba de que el “café para todos” autonómico cocinado por Adolfo Suárez sirviera para aplacar las pulsiones de los nacionalismos catalán y vasco en la búsqueda de un Estado propio.
Es verdad que el “problema catalán”, más allá de la resignada conllevanza que recomendaba Ortega, se yergue hoy como el obstáculo más difícil de superar en términos de solución integral de futuro, pero no lo es menos que hay desajustes en la organización territorial del Estado que preocupan más al español medio en tanto en cuanto afectan a su condición de tal y/o interfieren en su vida y desarrollo profesional. La lengua, por ejemplo, o la imposibilidad de estudiar en castellano en Cataluña y de forma creciente en otras comunidades, un atentado que acaba de consagrar la nefasta ‘ley Celaá’. Son millones los que sienten el diario agravio que personajillos de toda laya infligen al castellano en muchas autonomías y lo interiorizan no ya como una ofensa inaceptable, que también, sino como un disparate que atenta contra la riqueza que en términos de crecimiento económico y competencia global significa contar con un idioma hablado por 500 millones de personas. Y este es un fenómeno que se arrastra desde mucho antes de 2006. Con independencia de la protección que merecen las lenguas regionales, expresión de la riqueza cultural de un país, España debe ser el único país del mundo donde un niño no puede educarse en muchas de sus regiones en la lengua común de todos los españoles, que es además la lengua oficial del Estado.
La Sanidad, por ejemplo, y el sinsentido que representa la existencia ahora mismo de 17 políticas distintas para combatir la pandemia, con el desbarajuste consiguiente en cuanto a los resultados (Castilla y León, Asturias y el País Vasco por encima de los 500 contagios por cada 100.000 habitantes, frente a los 203 de Baleares y los 78 de Canarias), ello por no hablar de las dificultades para recibir asistencia médica con las que tropiezan los habitantes de una comunidad cuando se desplazan a otra por motivos de ocio o de trabajo. España es también el único país del mundo donde la Sanidad se ha transferido a las CC.AA. “No hay ningún país en el mundo donde la política de salud pública esté en manos de 17 chiringuitos autonómicos” (José María Fidalgo esta semana en Onda Cero). Una aberración sin paliativos, con su consiguiente coste.
Una estructura tan ineficiente como costosa
Hay otras muchas cuestiones donde la descentralización atropellada llevada a cabo en España en favor de las autonomías se ha traducido en una serie de perjuicios para los ciudadanos, algunos tan pintorescos como que un cazador necesite 17 permisos distintos para poder practicar su deporte favorito según la región en la que se encuentre. Cuestiones algunas de mucho mayor calado, que afectan a la capacidad de crecimiento de la Economía y dañan la competitividad de las empresas. El riesgo de ruptura de la unidad de mercado es algo más que una simple amenaza derivada de la maraña regulatoria en la que se han embarcado los distintos parlamentos regionales. El endeudamiento autonómico, con su correlato de crecimiento de la deuda pública, es quizá uno de los más graves. Nuestros 17 estaditos, en manos de las oligarquías locales, se han especializado en gastar más allá de sus posibilidades, fomentando la burocracia y llamando a filas a un ejército de funcionarios a sumar a los del Estado central y las administraciones locales. De acuerdo con el Registro Central de Personal (RCP), en Andalucía hay 471.718 funcionarios, 269.891 de los cuales pertenecen a la Junta, un número que en Cataluña es de 324.411 y de 208.256 respectivamente, cifras que explican en parte el fenómeno del clientelismo independentista. La Comunidad de Madrid, ‘ejemplo’ de tantas cosas, cuenta con 150.797 funcionarios estatales y 189.588 autonómicos, de donde se infiere que las autonomías han más que duplicado el número de funcionarios estatales. Una estructura de Estado tan ineficiente como costosa de mantener. En no pocas CC.AA., la autonomía es el principal y casi único empleador significativo.
El riesgo de ruptura de la unidad de mercado es algo más que una simple amenaza derivada de la maraña regulatoria en la que se han embarcado los distintos parlamentos regionales. El endeudamiento autonómico, con su correlato de crecimiento de la deuda pública, es quizá uno de los más graves
¿Todo funciona mal en nuestro Estado autonómico? Responder afirmativamente a esta pregunta sería faltar a la verdad. Los gobiernos autonómicos siguen prestando los servicios públicos con un notable grado de eficacia, lo mismo que las entidades locales atienden y resuelven los problemas de los vecinos. La proximidad al centro decisorio del poder ha supuesto no pocas ventajas para el ciudadano, especialmente a los núcleos de población rural. Las comunicaciones han mejorado mucho, como también la conservación del patrimonio histórico artístico, por citar dos ejemplos. Acudir al centro de salud situado al lado de casa sin necesidad de viajar a la capital de la provincia es una gran ventaja. No lo es, sin embargo, en asuntos que atañen a la Justicia. Si uno tiene un problema de esa naturaleza es preferible someterse al veredicto de unos jueces alejados de los condicionantes que impone el “vecindario”. Es otro de los excesos del Estado autonómico: haber transferido la gestión de la administración de Justicia a las 17 comunidades, cada una de ellas con su respectivo Tribunal Superior de Justicia.
¿Qué hacer con el Estado de las Autonomías? ¿Destruirlo o reformarlo? Acabar a estas alturas con el Estado autonómico es tarea imposible desde todos los puntos de vista, básicamente porque, aun admitiendo las disfuncionalidades del modelo, una amplia mayoría de españoles están en contra de una recentralización según el modelo francés, y siguen siendo partidarios de acercar la toma de aquellas decisiones administrativas que puedan afectarles a su lugar de residencia. El Estado de las Autonomías está aquí para quedarse, con las elites locales y regionales convertidas en sus grandes defensores, dispuestas a defender con uñas y dientes un modelo que les otorga unas cuotas de poder y un volumen de gasto del que en otro caso no dispondrían. ¿Cómo apear hoy de la poltrona al «anchoilla» cántabro? ¿Quién se atrevería a proponer a los caciques riojanos la renuncia a su comunidad autónoma, un territorio que, como todo el mundo sabe, ha sido siempre casi tan independiente como Cataluña?
Recuperar competencias para el Estado
Ironías al margen, solo queda la reforma, una reforma en profundidad orientada a resolver los desajustes organizativos y funcionales puestos de manifiesto estos años, en un intento de devolver la salud a un modelo de organización estatal herido de muerte, como el inaceptable “acuerdo” perpetrado esta semana por Sánchez y Rufián ha puesto de manifiesto, o el sindiós de una armonización fiscal impuesta por el separatismo. La operación, que suena a desiderátum en las circunstancias por las que atraviesa el país, con un Gobierno presidido por un psicópata narciso al que apoyan los enemigos de ese Estado, solo podría abordarse mediante la oportuna reforma constitucional (esta y la de la Ley Electoral parecen las únicas inaplazables), aunque algunas de las cuestiones en litigio no necesitarían de una operación tan costosa, en términos de mayorías parlamentarias, como exige una reforma constitucional, ya que podrían abordarse acudiendo a un conjunto de instrumentos legales que prevé la propia Carta Magna, tal que las Leyes de Armonización (artículo 150.3 CE), uno de cuyos ejemplos fue la LOAPA, que han caído en la atrofia cuando no en el olvido más absoluto sin que se sepa muy bien por qué.
¿Qué hacer con el Estado de las Autonomías? ¿Destruirlo o reformarlo? Acabar a estas alturas con el Estado autonómico es tarea imposible desde todos los puntos de vista
La realidad es que el Estado y las autonomías han compartido la inmensa mayoría de las competencias públicas, algo que está en el origen de muchos de los problemas denunciados (a lo que hay que añadir las sentencias de un Tribunal Constitucional que a menudo han contribuido a embarrar el terreno más que a sanearlo), por lo que un reseteo radical del Estado autonómico debería contemplar una lista de competencias exclusivas del Estado, es decir, competencias a recuperar por el Estado central (naturalmente la Educación, por aludir a una concreta, un crimen al que han contribuido por igual los Gobiernos de PSOE y PP, y que está en el origen de la desafección de las nuevas generaciones a la idea de una patria común), en el sobreentendido de que el resto de las mismas pertenecerían a las CC.AA. Difícil, por lo demás, imaginar una reforma del Estado autonómico sin abordar al tiempo otra, más general, que afecte al saneamiento integral de nuestro Estado de Derecho con el objetivo puesto en una mejora radical de la calidad de nuestra democracia. Una aspiración tan noble como imposible de conjugar con el vil sanchismo hoy imperante. Toca esperar mejores tiempos.