Un fatalista en el Titanic

Ignacio Camacho-ABC

  • En la vieja España del cainismo y el resentimiento, Pérez Reverte renunció hace tiempo a hacerse perdonar el éxito

Bizarro como es de carácter, Arturo Pérez Reverte renunció hace bastante tiempo a hacerse perdonar el éxito. Ésa es una decisión que cabrea a mucha gente en la España de la envidia y el despecho, último depósito moral del viejo cainismo celtibérico; esa España que se hurga la boca con un mondadientes mientras musita su desazón por el bien ajeno y donde hasta se puede llegar al Gobierno con proyecto basado en la inflamación del resentimiento. A Arturo todo ese resquemor aldeano, reencarnado en el posmoderno arbitrismo de Twitter y sus brigadas de linchamiento, no sólo lo trae al pairo como buen marinero sino que se diría que estimula su instinto provocador y lo pone flamenco; de vez en cuando

incluso desliza algún cebo para que sus enemigos desahoguen su rencor y él pueda darse el gustazo de llamarles analfabetos, o busca un pretexto para retar a duelo, como sus héroes novelescos, a cualquier colega escritor o académico. A estos efectos, nada mejor que un buen premio.

Y no cualquiera: el Cavia es el Pulitzer español, el Toisón de Oro del articulismo, como dijo Raúl del Pozo al recibirlo. Y no en cualquier fecha sino en el centenario de aquella idea con que Torcuato Luca de Tena quiso honrar la memoria del gran periodista liberal, leyenda de la prensa, que siempre se resistió a escribir en su cabecera. Menudo regalo para que los odiadores de plantilla lo pongan de vuelta y media cuando lo recoja de manos del Rey vestido de etiqueta. Aunque mucho me equivocaría si no aprovecha la ocasión para soltar su vena traviesa con una de esas diatribas en que no deja títere con cabeza.

A veces Reverte me pasa amistosa factura por haberle llamado pesimista (en realidad fue nihilista lo que dije) cuando empezaba a despotricar de la pérdida de rumbo del sistema político. Hoy bromeamos sobre el mejor sitio de acogida para pasar un llevadero exilio, aunque no es fácil encontrar uno propicio porque la degradación populista se ha extendido por el planeta como la maldita epidemia del coronavirus. Como es buen lector de Historia extrae de ella motivos de sobra para el fatalismo; si se mira bien, el pasado ha dejado escrito que la concordia española es un mito que apenas cristaliza en paréntesis más o menos breves entre períodos sombríos de catástrofe, estupidez, crueldad y exterminio. Y ahora que la melodía de la orquesta del Titanic suena de nuevo a bordo de este averiado navío quizá no quede más remedio que escucharla hasta el final procurando no perder la elegancia y el estilo.

Y esperar con dignidad el naufragio, como Marlow, el personaje de Conrad que en el artículo del Cavia conversa con el escritor en la soledad crepuscular de una taberna portuaria. Desde la certeza escéptica, o acaso estoica, de que cuando el agua anega ya las bodegas y la sala de máquinas, los libros son el único salvavidas junto al que mantener un ápice de esperanza.