Eduardo Uriarte.Editores

Resulta paradójico, y un agravio a la inteligencia, el eslogan repetitivo de Sánchez con el que acusa a la derecha de no poner el hombro en los temas de estado debido a su falta de patriotismo. No es cierto, en momentos delicados han echado ese hombro, incurriendo en ocasiones en cierta desidia, como en su apoyo o abstención en los inconstitucionales estados de alarma, o en otras cuestiones de menor importancia. Lo sorprendente, en apariencia, es que use la misma argumentación que usara el Caudillo, la España y la Antiespaña, obviando la compañía de sus socios separatistas. Pero no lo es tanto desde el momento que apareció con su No es No como el líder del frentismo y la bipolarización.

Lo dice, y lo hace, de la mano, además, de Podemos, cuya estrategia es la del enfrentamiento entre la “buena” y la “mala gente”, y con el odio como instrumento político principal de dicha estrategia. Es evidente que se parece al Caudillo en lo del enfrentamiento, pero siendo precisos apreciemos que a lo que se parece es a los líderes de la vieja España cainita y subida al monte que afortunadamente la Transición y su Constitución superó. Ahora, este Gobierno de progreso nos retrotrae a la España enfrentada, ensimismada, agresiva y pobre que creímos superar en mi generación. Si la referencia a la estrategia del Caudillo ha estado presente es porque éste era el último representante, hasta la fecha, del comportamiento político de aquella vieja España que los “progres” nos han traído.

La utilización del Estado con fines partidistas fue una de las miserias más desastrosas de la política en nuestro convulso pasado. Costó que los jefes políticos provinciales no dispusieran de sus milicias particulares hasta que se desplegara la Guardia Civil, costó sustituir el funcionario puesto a dedo por el funcionario de carrera, costó hasta fechas recientes disponer de una judicatura independiente. La Transición dejó atrás la utilización del Estado, pero ésta ha vuelto, con la intromisión en la fiscalía desde la militancia política más descarada, o impedirle al rey su presencia en un acto convocado por la judicatura. Es llamativo el ejército de asesores por designación, el sacrificio, cual un peón de ajedrez, de los servicios de inteligencia para satisfacer al secesionismo y seguir en el poder, sacrificio de mandos de la Guardia Civil, beneficios penitenciarios a reos no insertables socialmente a petición de su otrora brazo político. Comportamientos propios de la Restauración, decreto leyes a mansalva, cierre el Parlamento, presupuestos irreales, déficit disparado, deuda sin freno. Es decir, la legitimidad democrática pende exclusivamente del hilo de la creencia de que el poder actual vaya a respetar el resultado de unas elecciones generales, y no haga lo de Maduro.

Sin embargo, el abuso del autoritarismo desde del poder, el despreciable abuso de la propaganda y la coerción ideológica, permite suponer que este terreno sembrado de minas no predice un futuro de estabilidad política, de serena asunción de los resultados electorales y del necesario fair play al recién llegado si alcanzara el poder. Toda la mansedumbre desplegada por el sindicalismo, por el asociacionismo, tal cual aquel que fue capaz de desplegarse por el “asesinato de un perro” ante la amenaza del ébola, toda la paz de compadres desde el Gobierno actual con el secesionismo alcanzada a base de concesiones, y de asumir sus reivindicaciones, se va a reconvertir en un descarado alzamiento, con el PSOE incluido en la movilización, si el PP alcanza la Moncloa. Si no tiempo al tiempo, el bolivarismo vino para quedarse.

Son tantos los excesos y transgresiones de la acción de Sánchez que temo un futuro muy sucio dirigido a evitar el ascenso al poder de la derecha, y mucho más temo la reacción de la horda Frankenstein cuando éste se produzca.