Antonio Rivera-El Correo
El PNV es el que tiene la espada de Damocles y el que debe decidir qué futuro pretende para nosotros: el desasosiego nacionalista o la seguridad ciudadana
La política vasca es aparentemente dinámica. Siempre dándole vueltas a las cosas y en continuo debate sobre un par de mantras. Surgen novedades a cada poco y ello estimula a los diletantes. Pero lo cierto es que pedaleamos alocados una bicicleta estática. Sale fuego de la cadena, pero no nos movemos del sitio.
La presentación del trabajo de los expertos de la Ponencia de Autogobierno lo confirma: la diversidad de textos, sus respectivas paternidades, la situación que genera y la expectativa que alimenta. Sin novedad en el frente: la derecha españolista en el no ha lugar, la izquierda ultranacionalista disparando por elevación y la nueva Santísima Trinidad en un acuerdo que encierra en sus discrepancias el ancho de banda del debate posible: de las lucubraciones legalistas estrangulando los conceptos en una suerte de neolengua jurídica a la rotundidad de que lo que no puede ser no puede ser y además es imposible (política y jurídicamente hablando), pasando por el ya veremos. A pesar de los respetables esfuerzos de los expertos, esto es lo que hay y también lo que podía haber.
Pero la escena de división prevista aclara algo el panorama. El PNV asume que la relación estratégica con EH Bildu que suscribió en las anteriores bases del debate le cierra el camino antes de echar a andar. Un ‘déjà vu’ de lo ocurrido en 1931 entre nacionalistas y carlistas. Siguiendo con la referencia histórica, desde Madrid -como hiciera Indalecio Prieto- se le señalan tanto los límites jurídicos como la evidencia de una crisis donde pulpo, de ser necesario, podría colar como animal de compañía y, por ejemplo, concierto político o nación foral como concepto normalizado por la politología (o por sus señorías o por el mismísimo Tribunal Constitucional). Vivimos instantes en que todo es posible, con líderes de convicciones escasas y pragmatismo a raudales, persuadidos de vivir un tiempo en el que los conceptos tradicionales saltaron por los aires y dispuestos a cualquier novedad para mantener lo más antiguo de la política: el poder.
Porque aquí hay dos cosas diferentes. De un lado está la actualización del Estatuto de Gernika, algo necesario y abordable desde la técnica jurídica. El trabajo ahí de los expertos es impecable. Pero del otro viene la chicha política, el mínimo común denominador en que sentirse cómodos los partidos que auspicien un nuevo texto y, sobre todo -no se olvide-, el umbral capaz de concitar al menos la mayoría ciudadana del vigente. Ese, el actual, lo apoyó el 90% en un referéndum con una participación cercana al 60%. Unanimidades de otro tiempo, por supuesto, pero a tener en cuenta ante la tentación de poner enfrente una votación al 50%-50% o con altos porcentajes de desistimiento previo si se hace al margen de la ley (a la catalana, para entendernos).
Una margarita que todavía no ha deshojado el partido-guía, que pretende guardar razones ambivalentes para las inmediatas elecciones vascas: ser a la vez la referencia de seguridad jurídica en el cambio y la del cambio mismo por encima de cualquier seguridad. Mantiene así conceptos como la consulta habilitante (repetir exactamente en su secuencia el despropósito catalán: primero vota el pueblo y luego vemos si era legal, generando realidades imposibles y una general insatisfacción) o como la doble ciudadanía (discutir de ciudadanía y nacionalidad en el siglo XXI es resucitar el crimen que gobernó los años treinta en Europa: purito fascismo, digámoslo ya). Pero los podría dejar en el camino y seguir apareciendo como el súmmum de la corrección: establezco demandas disparatadas y, al renunciar a ellas, al completo o en parte, parezco el más sensato. Un clásico reiterado.
Quizás todo sería más fácil si releyéramos lo acordado por estos mismos agentes. Epígrafe segundo del artículo octavo de la Ley de Víctimas de 2008: «El significado político de las víctimas del terrorismo se concreta en la defensa de todo aquello que el terrorismo pretende eliminar para imponer su proyecto totalitario y excluyente: las libertades encarnadas en el Estado democrático de derecho y el derecho de la ciudadanía a una convivencia integradora». Estado de derecho -lo contrario de ‘echarlo a votos’, la conciencia de que hay un límite de respeto a las minorías que ni se plantea desbordar cualquier mayoría- y convivencia integradora -voluntad- porque el marco político constitucional o estatutario sea tan amplio que permita a todos desplegar sus propuestas.
El momento juega a la corta, mirando a Cataluña, cuando en realidad la experiencia de estos cuarenta años pasados -con el terrorismo y sus víctimas como aprendizaje esencial- permite observar a largo plazo: la identidad nacional y no los derechos individuales como base de la ciudadanía sustentaron el recurso al crimen político ayer, y mañana pueden hacerlo de nuevo con la exclusión de la parte de los vascos que se encuentre en minoría.
El PNV es el que tiene la espada de Damocles y es el que tiene que decidir qué futuro pretende para nosotros: el desasosiego nacionalista o la seguridad ciudadana. Lo de tantos momentos del ayer, lo de su lucubración instrumental para mañana o lo que disfrutamos él y nosotros hoy. Ese es el terreno de juego. No hay más.