José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Las dificultades para convalidar el decreto ley de la reforma laboral y la crisis por las declaraciones de Garzón deterioran las relaciones con sus socios parlamentarios y crispan la coalición de gobierno

La Dirección General de Tráfico nos tiene advertidos de que el mayor número de siniestros en carretera se debe a un exceso de velocidad. No es muy diferente en la política. Por eso, el Gobierno holandés de coalición ha tardado un año en constituirse y el alemán tripartito ha estado negociando casi tres meses su programa. 

En España, dos días después de las elecciones del 10-N de 2019, Sánchez e Iglesias se abrazaron y constituyeron de un plumazo el primer Gabinete de coalición de la democracia y en un mes presentaron su programa. En él se recogía la “derogación” de la reforma laboral del PP de 2012 (punto 1.3). La pandemia cambió el panorama, pero tanto el PSOE como Podemos se reafirmaron en la ‘derogación’ de la entonces vigente normativa laboral mediante un pacto adicional con EH Bildu (20 de mayo de 2020) y, luego, en un acuerdo de ratificación entre el presidente del Gobierno y la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, insistiendo en ese fallido propósito (2 de noviembre de 2021).

Ya es sabido que no ha habido ‘derogación’ de la reforma laboral de 2012. Los agentes sociales —empresarios y sindicatos— han llegado a un acuerdo para mejorar aspectos de aquella normativa que se han plasmado en el Decreto ley 32/2021 que debe convalidar el Congreso de los Diputados. Media una condición para que la CEOE mantenga la firma en el pacto suscrito: que no se cambie una coma de lo acordado durante el trámite en la Cámara Baja. 

La Unión Europea sugirió al Gobierno mantener los aspectos de flexibilidad de la normativa laboral de 2012 y que las otras modificaciones se hicieran con consenso de empresarios y sindicatos. Sánchez se ha atenido a ese criterio, sin reconocer que las circunstancias le impedían la pretendida derogación. En su línea de no admitir rectificación alguna, de no formular públicamente ni una sola autocrítica, ahora observa cómo el Gobierno es víctima de un siniestro por velocidad excesiva en la exposición de sus propósitos y por altanería y soberbia al no reconocer que se encuentra en un laberinto político-legislativo.

Los socios parlamentarios —independentistas y nacionalistas, incluido el BNG— quieren enmendar el decreto ley que se convertiría en un proyecto, pero eso conllevaría que los empresarios se desenganchen del acuerdo inicial y, además, que ERC, PNV, EH Bildu y BNG tumben, pese a la asociación de intereses que los vincula con el Gobierno, una de las iniciativas estrella de Pedro Sánchez y, sobre todo, de Yolanda Díaz. De producirse esta hipótesis, quedaría nítida la dependencia malsana del PSOE y de UP de las fuerzas segregacionistas en el Congreso que al parecer —según la encuesta de ‘El País’ del domingo pasado— es una característica de este Ejecutivo que suscita mayor rechazo: en palabras textuales del periódico citado, se detecta en este punto una “imagen repudiada” del Gobierno.

La alternativa es que el PP se abstenga y así se convalide el decreto ley sin tocar ‘ni una coma’, pero entonces los conservadores aparecerían como salvadores de una iniciativa esencial del Gobierno, lo que en interpretación de los cabezas de huevo de Génova 13 perjudicaría al PP frente a Vox. Otros, quizá más certeros, suponen que si los populares salvan la reforma laboral lograrían tres beneficios: 1) no dejar que los independentistas y nacionalistas impongan su arbitraje abusivo en el Congreso, 2) demostrar que el Gobierno no ha cumplido con la ‘derogación’ y que la reforma de 2012 de Rajoy, en lo fundamental, se mantiene y 3) acreditar su autonomía de criterio respecto del partido de Abascal. 

Así que, aunque a muchos nos parezca que la oposición no consiste solo en esgrimir negativas sino en negociar con ganancias colaboraciones con el Gobierno, el PP se inclina tanto por el no como los socios del Gobierno lo hacen por introducir añadidos al acuerdo de empresarios y sindicatos. Desde la Moncloa y en los mítines del presidente, se puede sin mayor problema culpar a los unos y a los otros, pero la realidad es que esta situación se la ha buscado la Moncloa con esa temeridad que la caracteriza, tanto en lo que promete como en la perseverancia soberbia de no saber ni querer rectificar públicamente, ni aceptar su frecuente insuficiencia parlamentaria.

El otro siniestro gubernamental es el protagonizado por el ministro de Consumo, Alberto Garzón, que ha derivado en un episodio efectivamente ‘surrealista’, pero por razones distintas a las aducidas por la vicepresidenta Díaz. En su tercera acepción, esa expresión se define como “irracional o absurdo”. Y lo es que un ministro dos veces desautorizado expresamente por el presidente del Gobierno no sea cesado de inmediato o que el aludido se llame a andanas y no presente su dimisión con seria lesión a la autoestima que a sí mismo se debe. La continuación de Garzón en el Gabinete y no su destitución es lo surrealista, es decir, lo absurdo, lo políticamente inexplicable y ofrece una imagen hipotecada del presidente. 

En este asunto cárnico debió salir a la palestra desde el primer momento el preparado, ecuánime y riguroso ministro competente: Luis Planas, responsable del Departamento de Agricultura, Pesca y Alimentación (el Consejo de Ministros aprobó sus competencias y la estructura orgánica de su departamento el 3 de marzo de 2020 y es clara la injerencia de Garzón en el terreno de su colega), que ha sabido establecer correctamente los términos de la cuestión. El problema ha sido que Planas ha entrado en escena con tres días de demora. Muy tarde.

Mientras, Izquierda Unida y Podemos parecen fuerzas desconcertadas y sin sintonía plena con una huidiza y renqueante Yolanda Díaz y un Pablo Iglesias que vuelve —ahora sí— a imputarle directamente a Sánchez haber cometido “un grave error” al no respaldar a Garzón. Aletea la sensación de que algo muy serio se ha quebrado en el proyecto del PSOE y UP en este Gobierno que no ha dejado de comportarse como una orquesta interpretando una sinfonía política constantemente desafinada. Quizá Sánchez comienza a barruntar que hay que intentar cambiar el signo de los acontecimientos que tan escasamente favorecen sus expectativas electorales

Solo le queda al secretario general del PSOE dar un giro copernicano a determinadas políticas que están horadando su credibilidad (la que le quede) y que, como ocurre en los accidentes por exceso de velocidad, provocan eso que se denomina un ‘siniestro total’. Por alguna razón Iván Redondo suele comparar al presidente con un bólido de gama alta. De los que circulan por encima de la velocidad permitida. O sea, con imprudencia temeraria.