Luis Ventoso-ABC

Y no ocurre en China o Rusia, está sucediendo aquí

No se ha fabricado el político que no presione a los medios. Todos tienen la piel de melocotón ante la crítica, cuando es la razón de ser del periodismo y la libertad de expresión. Mandatarios de toda ideología y categoría, desde concejalillos a presidentes telefonean o guasapean a los medios para quejarse -u ordenan a sus jefes de prensa que lo hagan-, a veces por menudencias que de trascender asombrarían al público. Sucede a izquierda y derecha (y muchas veces los más picajosos e intolerantes son aquellos -o aquellas- que gastan fachada de superguais).

Macron controla hasta las fotos, no vaya a ser que el tupecillo-tapadera salga descolocado. Trump vive en guerra contra los medios contrarios a su gestión. Los mandatarios autonómicos se comportan como virreyes y demandan pleitesía a los periodistas locales. En su día, David Gistau tuvo la valentía de denunciar en estas páginas el marcaje férreo a los periodistas que ejercía la risueña vicepresidenta Soraya: «Jamás he visto un periodismo más agredido por el poder político. Más obsesivamente vigilado, ya no en el nivel de los grandes directores y editores, sino en la opinión expresada por el más humilde tertuliano».

La tensión entre el poder y la prensa recorre la historia de las democracias, es una inevitable parte del juego. Pero existen límites que jamás se traspasan, pues de lo contrario no cabría hablar de un régimen de libertades. Siempre se preserva un elemental fair-play y no se declaran cacerías públicas contra medios y periodistas. Esos mínimos han saltado aquí por los aires con la llegada al poder de un partido populista de ultraizquierda, Podemos. España padece un acelerado deterioro institucional, pero aún así sorprende la indiferencia con que parte de la sociedad -y unas asociaciones de la prensa dominadas por autodenominado «progresismo»- toleran que un vicepresidente se dedique a amenazar a periodistas por sus nombres y apellidos. Un matonismo que trata de acogotar el derecho a la crítica, en un momento en que ese mandatario está cercado por una grave pregunta que no logra responder: «¿Por qué cuando el presidente del Grupo Z le entregó la tarjeta robada del móvil de su joven colaboradora íntima Dina Bousselham, en la que había imágenes privadas de índole sexual, Iglesias se la guardó en el bolsillo y no la entregó hasta varios meses después, y además destrozada, según declaró veinte veces la perjudicada ante el juez?

El general de la Guardia Civil que confesó aquello de «trabajamos para minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno» ha sido promocionado por el Ejecutivo. Sánchez se niega a conceder entrevistas a los medios de ideología diferente a la suya. El clima de intolerancia llega al extremo de que los tertulianos del «progresismo» se enfurruñan como si les fuese la vida cuando los minoritarios comentaristas liberales osan a disentir del obligado consenso socialdemócrata.

Un Gobierno amenazando a los periodistas. Y no es el de China o Rusia. Es el de España por boca de Iglesias, el social vicepresidente de la tarjeta chamuscada.