FRANCISCO ROSELL-El Mundo

Hace sesenta años se estrenaba la versión cinematográfica de la novela satírica El ratón que rugió. Interpretada por el polifacético Peter Sellers, apareció en las carteleras españolas bajo el título de Un golpe de gracia. En ella, se escenifica la historia de una pequeña nación empobrecida –el diminuto Ducado de Gran Fenwick– que declara la guerra a EEUU con la esperanza de perderla, ser invadida y, de esta guisa, granjearse un plan de ayudas similar al que el secretario de Estado norteamericano, George C. Marshall, promovió para reconstruir Europa tras su devastación en la Segunda Guerra Mundial.

Empero, dos circunstancias complican el imaginativo proyecto urdido. De un lado, no advierten al jefe del ejército ducal que tiene que rendirse, pues su suerte está dictada desde el inicio de tan descabellada aventura. De otro, una carambola del destino. En el momento del desembarco, Nueva York aparece completamente desierto debido a unos ejercicios aéreos. De este modo tan inesperado, por medio de un «rugido de ratón», el pequeño ducado consuma una tentativa que acometió para provocar que lo invadiera EEUU y redimir así su mísera existencia.

Hechas las correspondientes salvedades, no es descabellado establecer ciertos paralelismos con la contienda independentista catalana y la actitud negligente de los grandes partidos a la hora de afrontar un problema que, lejos de sofocarlo, han agravado estúpidamente desde el Gobierno. Pese a su permanente desafío, estos miopes gobernantes han favorecido y abultado el gran negocio independentista con claro menoscabo de una nación milenaria. En su común política de apaciguamiento, tímida si se quiere de Rajoy o temeraria de Sánchez al adeudarles una Presidencia para la que no atesoraba votos propios, además de aspirar a renovarla con su concurso este 28-A, han colocado en una situación límite a un Estado que sólo ha demostrado la fortaleza de sus tribunales.

Si no hubiera sido así, los autores del golpe de Estado del 1-O de 2017 no estarían siendo hoy juzgados por el Tribunal Supremo, al igual que los símbolos independentistas se seguirían enseñoreando de balcones y fachadas de instituciones catalanas de no haber sido por el celo de la Junta Electoral Central, si bien quepa achacar a ésta que se haya excedido en miramientos con un Torra siempre dispuesto en el terreno de la retórica a «llegar hasta las últimas consecuencias» para luego aflojar cuando el supremacista «Le Pen catalán» (candidato Sánchez dixit) siente peligro cierto.

Con relación al esperpento de los últimos días y a su desobediencia criminosa, conviene subrayar que los lazos retirados no son primordialmente un acto de propaganda que obliga a su retirada en esta antesala de las urnas, lo que explicaría la intervención del máximo órgano encargado de preservar el espacio público de cualquier interferencia partidista, sino que visualiza una política de segregación y estigmatización de aquellos catalanes que no asumen el credo independentista. Estas lazadas anudan y ahogan como sogas a los discrepantes del nacionalismo obligatorio, condenados a sentirse extranjeros en su mismo país.

De no ser una muestra de afección a la dictadura silenciosa catalana, al modo de la cubana o venezolana, ¿cuántos trabajadores públicos se lo colocarían en su pechera o en su bata blanca, o cuántos ciudadanos se pondrían ese distintivo de quita y pon para no ser discriminados por esas administraciones públicas? Todo ello con la complicidad estúpida de una izquierda reaccionaria desubicada y desplazada del modo que lo están siendo UGT y CCOO por el sindicato vertical único independentista comandado por un asesino de la banda criminal Terra Lliure.

Como la imparcialidad y la neutralidad no son cosa exclusiva de las elecciones, sino de todos los días, la claudicante deserción del Estado ha llegado al extremo de que, sin necesidad de proclamar la independencia, el separatismo ha logrado aquella aspiración que Macià prefiguró en su Constitución Provisional de 1928. En su artículo 115, disponía que, proclamada la independencia, se haría desaparecer todo vestigio que rememorara España. Sin consumar la separación, todo ese proceso se ha ejecutado a ojos vista y ante la abulia de quienes han hecho dejación de su deber primero.

Si la proliferación de los lazos amarillos supusiera únicamente un quebrantamiento de la ley electoral, no transgrede menos esa normativa la instrumentalización indebida que el presidente Sánchez hace de los Consejos de Ministros como plataforma de promoción personal y de propaganda partidista. A manos llenas, vacía las arcas públicas e hipoteca la Hacienda para cosechar los votos de los que no disponía cuando arribó a La Moncloa por medio de la investidura Frankenstein. Gastando a caño roto, cuando baje la marea, aflorarán en toda su dimensión los desastres incubados.

Es palmario que quienes creen que gobernar es gastar no se aplican aquello de Sagasta de que «ya que gobernamos mal, por lo menos gobernemos barato». Por contra, dan alas a su irresponsabilidad con tal de sostenerse en el poder, justificando cualquier derroche en base a que «lo que es de todos no es de nadie». Cual nuevos ricos que se funden, en un abrir y cerrar de ojos, su golpe de fortuna.

Sánchez parece emular al gran cacique alpujarreño Natalio Rivas, nombrado hace ahora un siglo ministro de Instrucción Pública bajo el reinado de Alfonso XIII. Nada más acceder al cargo acudió al Ayuntamiento de Granada y se asomó al balcón para saludar a sus afines. Al hacer ademán de iniciar el discurso, en medio de un silencio sepulcral, se alzó la voz del pueblo: «¡Natalico, colócanos a tós!». Ni que decir tiene que aquel vítor se refrendó con una cerrada ovación.

Pródigo en mercedes, queda para los anales la vez que visitó el municipio serrano de Pitres. Sito a 1.250 metros de altura sobre el nivel del mar, interpeló a sus habitantes así: «Bárbaros [apelativo por el que son conocidos desde la rebelión morisca] de Pitres, ¿qué queréis?». Los lugareños fueron realistas y pidieron lo imposible vociferando: «¡Puerto de mar!». Oído lo cual, aquel político bragado no se cortó un pelo: «Concedío lo tenéis». Al fin y al cabo, las promesas sólo comprometen a quienes se las creen. Tanto que, si bien Pitres no cuenta con puerto, sí dispone de cofradía de pescadores, sus calles se jalonan de útiles marineros y tiene como advocación la Virgen del Carmen.

Aun disponiendo de esa munición electoral, parece obvio que Sánchez va a requerir otra vez del respaldo de unos independentistas que se pueden encontrar en su golpe en marcha con unas facilidades tan inesperadas como las de aquel ducado de Peter Sellers. Buscando hacer del independentismo un gran negocio, a modo de arancel político como aquel otro comercial que arrancó Cambó en 1922, se han encontrado, además, que pueden apoderarse del corazón del Estado sin mayores resistencias por quienes tienen encargada su salvaguarda desde la Presidencia del Gobierno.

Si el nacionalismo se ha adentrado hacia posiciones inimaginables hasta comprometer el mismo decoro del Estado, es por la inocuidad de unos gobernantes tributarios de los votos de quienes, en su acrisolada deslealtad, no actúan nunca de buena fe. A cambio de suspender las hostilidades, establecen condiciones que arruinan al Estado y que, una vez satisfechas, añaden otras hasta imposibilitar que ese anémico Estado se mantenga en pie por sí mismo.

No son éstos tiempos en los que golpes de Estado violentos acaben con las instituciones constitucionales, sino más bien los de naturaleza híbrida. De modo lento e imperceptible a veces, degradan y propician la muerte de la democracia. «Los catalanes no nos han ayudado a traer la República, pero ellos serán los que se la lleven», escribió Antonio Machado cuando lo de ahora ya fue antes.

Por eso, contrariamente a lo comprometido hace seis meses por el ministro Marlaska, cuando se reunió en Barcelona con Torra en la reunión de la Junta de Seguridad, los lazos no habían desaparecido del espacio público sin que el Gobierno dijera esta boca es mía. Ha debido ser la Junta Electoral Central la que imponga un paréntesis de campaña, a modo de periodo de cuaresma. «¿Hay alguien ahí? ¿Alguien que salve a la nación de este grupo de salteadores?», se pregunta, como el que clama en el desierto, el ex vicetodo socialista, Alfonso Guerra, sin que Sánchez se asome a la puerta de La Moncloa al oír tales aldabonazos.

Este ominoso silencio de Sánchez ha sido tan clamoroso que alienta todas las suspicacias sobre que los golpistas del 1-O no pasarán más tiempo en prisión que el que ha estado sometido a la vigilancia de los jueces. Trasladados a las cárceles de Cataluña y sometidos a la disciplina de la Generalitat, pronto dispondrán de un trato más benevolente incluso que Oriol Pujol: dos meses y a la calle tras ser condenado a una pena de más de dos años. Con las llaves de prisión en la faltriquera, al independentismo sólo le falta poner a los jueces bajo su férula en un nuevo Estatuto que recoja los artículos que el Tribunal Constitucional devolvió a los corrales por no ajustarse a ley y blindado frente a las Cortes, sede de la soberanía nacional.

Por eso mismo, Torra puede incluso burlarse de la Junta Electoral, sabedor de que la inhabilitación, si finalmente se sustancia su clara desobediencia, ya descarriará antes de su aplicación. En esas condiciones, se daría un golpe de gracia a España con la complicidad de aquéllos que cometerían un acto de abierta deserción de los intereses generales. Pero especialmente en detrimento de aquellos servidores públicos que, como se está contemplando en la vista del 1-O, arriesgaron su vida al servicio del Estado de derecho y de la integridad territorial de España.

Singularmente, ese guardia civil que, tras salir de la ratonera que le tendió la turba cuando acudía a cumplimentar una orden judicial, se topó con que los profesores del instituto donde estudiaba su hijo lo arrancaban del aula para protestar por los desmanes de los que fue víctima su progenitor, pero que se los achacaban a él y a quienes vestían guerrera verde. Al ver cómo los verdugos se presentan como víctimas o cómo los censores aparentan ser los censurados, ojalá llegue el día en el que, como dijo el filósofo griego, España sea un Estado donde sus ciudadanos teman menos a las leyes que a la vergüenza.

Tras la doble farsa de las consultas del 9-N con Mas y del 1-O con Puigdemont, un nuevo golpe como el que está en marcha –curiosamente el president Torra y su vicepresident Aragonès han aparecido estos días ligados en la Sala del Tribunal Supremo a la intentona golpista– supondría una tragedia. Como en los versos de John Milton, en vez de escuchar esa conciencia que haga que los ciudadanos «vayan de luz en luz, y salvos lleguen», se asiste a un momento comprometido y comprometedor en el que los crueles se hacen más crueles y los ciegos aún más ciegos.

Los separatistas no engañan a nadie admitiendo abiertamente su propósito, salvo a los que prefieren dejarse engañar por permanecer en el poder aunque sea como rehenes. Por eso, Sánchez no responderá a la pregunta clave a la hora de votar este 28-A: ¿renuncia a pactar con los separatistas para seguir en La Moncloa? Supondría el definitivo golpe de gracia a una democracia tan golpeada como la española y a su fracturada integridad territorial.