Xavier Vidal-Folch-El País

La fecha tope es el 22 de mayo. El independentismo catalán debe optar por continuar la agitación mediante un ‘procés bis’ o volver al raíl del Estatut, de la legalidad democrática, del catalanismo firme pero constructivo, pactista y eficaz

En tres semanas pasarán muchas cosas. El día 22 es la fecha tope en que la mayoría parlamentaria independentista de Cataluña debe decidir si quiere convertirse en mayoría gubernamental, para lo que mantiene su legitimidad, o si apuesta por prolongar sus ásperos desacuerdos forzando la convocatoria de nuevas elecciones.

A ese dilema se le enrosca otro aún más decisivo. El secesionismo debe optar por retornar claramente a la legalidad. O por volver a las andadas. O a la sempiterna confusión de las pasarelas y triquiñuelas entre una y otras.

El lema de que el objetivo es constituir un nuevo Govern de la Generalitat “efectivo” se ha encaramado a la categoría de mantra. Se emplea como contraposición a un Gobierno simbólico o teatral. Alude no a la eficiencia de sus acciones futuras, sino a la cualidad del ejercicio de emprenderlas. Esto es, a que pueda adoptar medidas, y que estas alcancen efectos reales.

Se trata de un requisito mínimo al que sería difícil no prestarle acuerdo. Ahora bien, hay dos maneras aparentes de generar un Goven “efectivo”. Una es disparatada y la otra, sensata.

La disparatada consiste en persistir en el acuerdo para la investidura firmado entre la lista Puigdemont/PDeCAT y Esquerra Republicana el 8 de marzo. Aquel texto pergeñaba una continuación del procés unilateral enmascarado, un procés bis.

¿Cómo? Mediante el engarce de un triple poder. El primero, ilegal, prolongaría la sedición mediante un fantasmal pero activo Consejo de la República instalado en Bruselas y presidido por Carles Puigdemont. El segundo, un Govern “efectivo”, pero títere del anterior y cuya cabeza la entronizaría el president “legítimo” trocado en potencia ventrílocua. El tercero, la insurgencia callejera a cargo de las organizaciones activistas que encabezarían un proceso constituyente continuador del golpe del pasado septiembre.

El dilema es recolocar a los comisarios y reabrir ‘embajadas’ o rehabilitar la cohesión y la economía

Al nuevo Govern así emparedado entre la República digital y la calle le correspondería una gestión autonomista de apariencia —e incluso formato— legal, como la detallada en el discurso de investidura del honorable Jordi Turull, el 22 de marzo (juntspercatalunya.cat).

Pero sus intereses inmediatos, oblicuamente sugeridos, son más bien los de recolocar a los comisarios políticos destituidos, restituir las plataformas de agitación exterior (delegaciones o embajadas), extremar el control sectario de TV3 y Catalunya Ràdio y subvencionar las organizaciones y medios soberanistas.

Todo ello al servicio de las campañas —estas sí, ya efectivas—, en favor de los políticos presos y en pro del desprestigio interno y descalificación exterior de lo que llaman “Estado” (por España). Y al exclusivo servicio de una estéril estrategia de confrontación y tensión que apela a los sentimientos (respetables) de una ancha parte de la sociedad catalana.

No hay en ese pacto de investidura ni en el discurso de Turull ni en las declaraciones del principal líder siquiera un atisbo de los fines y necesidades verdaderas de esta sociedad atribulada. Nada relativo a que ese Govern “efectivo” debiera primar la reconciliación interna de la ciudadanía catalana, la defensa de la seguridad jurídica, una estrategia de retorno de las 4.500 empresas que trasladaron sus sedes, unas bases para recuperar el prestigio perdido de Cataluña, un concepto de negociación multilateral además de bilateral para participar en el rediseño de la financiación autonómica, la profundización autonómica y la reforma constitucional y estatutaria.

Si el secesionismo no recula en ese infausto pacto del 8 de marzo, los problemas no se encauzarán, la tensión aumentará, el autogobierno no se afirmará ni política ni financieramente; perderán, en suma, Cataluña, los catalanes y el catalanismo.

El Govern no será eficaz ni eficiente. Y al cabo, muy poco “efectivo”.

Hay otra vía. La sensata.

La que prime la seguridad jurídica, requisito de la recuperación del aprecio de Europa, los mercados y la desplomada inversión exterior (cayó un 39,8% en 2017, mientras subía un 24,7% en Madrid). Para rehabilitarla es esencial la afirmación inequívoca del compromiso del eventual nuevo Govern de respeto integral al ordenamiento jurídico, incluso para modificarlo.

La que prime el reencuentro de los catalanes, sin retóricas —bondadosas o aviesas— de “un sol poble”. Adoptando un código ético gubernamental de respeto a la oposición parlamentaria —que representa a la mayoría de los votantes— y sus derechos. Eliminando las continuas referencias a que la Generalitat debe servir (solo) a dos millones de conciudadanos. Practicando la igualdad de trato a todas las entidades civiles: soberanistas (Òmnium y ANC) o constitucionalistas (SCC, Federalistes d’Esquerra, Portes Obertes del Catalanisme…). Asegurando la honestidad de los medios públicos mediante la elección por consenso del presidente y altos cargos de la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals.

Reinstaurar las lealtades básicas facilitaría cómo explorar el peor obstáculo, el de los políticos presos

La que prime el relanzamiento económico, la mejora financiera de la Generalitat y el retorno de las empresas privadas que debieron huir. Mediante el fomento al tamaño empresarial, el adiós al hiperproteccionismo comercial, la digitalización y la consolidación de las startups (en las que Cataluña es líder incontestada), la ampliación conceptual de los planes de infraestructuras desde las físicas a las digitales y del conocimiento. Mediante verdaderos planes de apoyo al retorno de las sedes deslocalizadas (antes una potente oficina en Madrid y en Valencia que en Viena), si conviene en acuerdo con el Gobierno central y sus instrumentos (incentivos fiscales, líneas crediticias especiales si se requieren, represtigio de las marcas). Mediante menos demagogia sobre el falso “expolio” fiscal y, en cambio, una firme contribución presencial a la mejora de la financiación autonómica y a descrestar el peso de la deuda (quitas).

La que prime un diálogo, de finalidad negociadora, en y con las instituciones comunes. No solo para recuperar un “encaje” pasivo de lo catalán, sino también su tradicional papel de vanguardia en la conjura democrática y la reforma del esquema territorial. Desde la firmeza, por supuesto: se acumularía mucha si se reconvirtiesen las derivas disgregadoras a un empuje cooperativo, como demuestra Euskadi, heredera del mejor catalanismo. Y desde la lealtad —constitucional, federal—, de ida y vuelta.

Es obvio que ante un programa de reforma posibilista de este género se alzan muchas dificultades. La de cómo reencauzar la radicalización de sectores que algunos han alentado, lo que requiere liderazgo. O cómo convencer a los vectores recentralizadores para recuperar todo el potencial del espíritu autonomista de la Constitución, lo que exige convicción y paciencia.

Y cómo encapsular los tempos políticos y judiciales. Si el secesionismo desanda los errores; si recupera el tremp, el empuje catalanista; si reinstaura las mínimas lealtades básicas de convivencia, todo será menos difícil. Será también más fácil contribuir a resituar las percepciones de fiscales y jueces y explorar un horizonte viable para el obstáculo objetivo más grave —la cuestión de los políticos presos— de los que se interponen ante la normalización.

¿Quién se atreve?