Tan valiosos como los verdugos y los delatores son los prejuicios de los buenistas, y peor todavía, los indiferentes, la gente que mira hacia otro lado y calla. Lo más alarmante no es el poder de los fanáticos ni la ferocidad de los tenaces inquisidores, sino que consigan acostumbrarnos a la presencia del infierno, mientras sean otros los que lo padecen.
NADIE que conociera en el pueblo ficticio de Maycomb al abogado Atticus Finch habría dicho que fuese un hombre convencido de que «haber perdido una batalla cien años antes de empezar no es motivo suficiente para no intentar vencer». Nadie que se cruzara por la calle con él habría imaginado que ese hombre discretamente bien vestido estuviera dispuesto a partirse el alma por defender aquello que consideraba justo, aun a riesgo de ganarse las críticas, el odio y las amenazas de sus vecinos. Nadie que lo viera caminar sin prisa hacia el antiguo edificio del juzgado habría pensado que tuviera la insobornable valentía de rebelarse contra el infierno en que las gentes blancas del sur de Estados Unidos hundían a las negras «sin pensar en que estas también son personas», un infierno sancionado por el tiempo, tan rígido y severo que todo el que lo despreciaba podía ser marcado como leproso y apartado para siempre de la buena sociedad.
Si damos crédito a los recuerdos de su hija Scout, pocos habitantes de cualquier pueblo de Alabama podían ser más antiheroicos que su padre. No ha cumplido los cincuenta años, pero ya parece un viejo. Lleva gafas, está casi ciego del ojo izquierdo, y, además, nunca hace las mismas cosas que las demás personas mayores. Aparte del juzgado, su única pasión es sentarse en la sala y leer a los ilustrados franceses y a los padres fundadores de la República norteamericana.
Releyendo Matar un ruiseñor este verano, en el cincuenta aniversario de su publicación, he recordado una verdad muy sencilla que, a menudo, acostumbramos a olvidar. He recordado que, en muchas ocasiones, las batallas que más importan son libradas por personas, en apariencia, insignificantes: hombres y mujeres corrientes capaces de arriesgar la vida por una causa justa, guerreros pacíficos que luchan sin descanso desde lo invisible, en silencio, sin llevarse un ápice de gloria. Así ocurre en esta vieja y conocida novela que me ha llegado en el caluroso mes de agosto por dos caminos, en dos regalos casi simultáneos. Así ocurre en la historia con la que Harper Lee ganó el Pulitzer, la historia del abogado sureño Atticus Finch, que en la Alabama empobrecida por la Gran Depresión de 1929 decide defender a un negro acusado de violar a una mujer blanca y, más tarde, condenado por un tribunal cuando la evidencia y el sentido común señalan su inocencia.
Han pasado ochenta años desde que la pequeña Scout salvara a su padre de ser linchado por una horda furiosa y sedienta de sangre, y desde que su hermano Jem dijera llorando: «No se puede condenar a un hombre con unas pruebas como aquellas; no se puede». Ha transcurrido casi medio siglo desde que descubriera Matar un ruiseñor, y a pesar de que ya sé lo que va a suceder, la muerte que aguarda más allá de su inocencia al pobre Tom Robinson, sigo sumergiéndome en sus páginas con el estremecimiento de la primera lectura, con esa sensación de lo verdadero y único que solo nos ofrecen unas cuantas invenciones literarias.
Yo sé muy bien por qué este libro ofrece esa experiencia suprema y conmovedora, y la razón es sencilla. Porque sus páginas dejan pegada al corazón la certidumbre de que no todo está perdido mientras existan seres como Atticus Finch, con su capacidad de resistencia, su sentido de la justicia, su comprensión de la complejidad humana, su inquebrantable fe en unas cuantas cosas para andar decentemente por la complicada y artera vida.
En contraste con el sentido de misión grandiosa que exhiben los héroes de retaguardia, cuyas palabras siempre van más lejos que sus actos, o con los héroes de leyenda, que transforman la justicia en esa pasión abstracta que ha mutilado a tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia, la cruzada solitaria del recto abogado de Maycomb contra un racismo que en los años treinta del siglo pasado parecía inamovible nos recuerda la historia oculta de aquellos que luchan de forma serena, firme y modesta en batallas en las que solo los perdedores vencen.
Pienso en el severo y noble Catón, a quien su dignidad le hizo preferir la muerte a la paz canalla que imaginó después de la victoria de Julio César. Pienso en Sebastián Castellio acusando públicamente a Calvino de haber asesinado a Servet por celo fanático, enfrentándose al organizador de la Reforma con estas palabras: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre». Pienso en el escritor Víctor Serge, que en la época de los Frentes Populares, en un tiempo en que muchos intelectuales vivían una radiante luna de miel con el comunismo y cualquier crítica a la Revolución de octubre era etiquetada como reaccionaria por la izquierda occidental, puso en luminosa evidencia ese atentado gigantesco e impune que se llamó estalinismo. Pienso también en el diplomático chileno Carlos Morla Lynch, que, en el Madrid republicano, hambriento y furioso de 1936, abrió las puertas de la embajada y de su domicilio a gentes despavoridas por los paseosnoctunos y las cárceles, y que sin tomar en consideración las ideas de aquellos que le pedían asilo, contrarias casi siempre a las suyas, luchó de forma incansable para salvar sus vidas, sorteando el miedo, los asaltos y las delaciones. O en las periodistas Anna Politkóvskaya y Natalia Estemírova, que pagaron una injusta y salvaje factura por denunciar alto y claro los abusos del sátrapa Kadírov en Chechenia, el hombre de Moscú en esa región olvidada de la antigua Unión Soviética, una región torturada por la violencia estatal y los ataques de la insurgencia islamista.
Todos ellos —y ¡cuántos más!— ocupan silenciosamente su puesto en esa batalla de sombras que libra el héroe discreto de Matar un ruiseñor. Todos nos llevan a entender el heroísmo de otro modo. Todos nos recuerdan que las peores injusticias no se cimentan únicamente sobre el terror público y la omnisciencia policial, sino también sobre el envilecimiento moral de la mayor parte de la ciudadanía. Tan valiosos como los verdugos y los delatores son los prejuicios de los buenistas, y peor todavía, los indiferentes, la gente que mira hacia otro lado y calla, o no dice nada, haciendo que no ve y que no escucha ni sabe. Como recuerda el periodista Manuel Chaves Nogales al contarnos las redadas antisemitas practicadas por los gendarmes y policías de Vichy ante la más absoluta indiferencia de los parisinos, lo más terrible y alarmante no es el poder de los fanáticos ni la ferocidad de los tenaces inquisidores, sino que unos y otros consigan acostumbrarnos a la presencia del infierno a condición de que sean otros los que lo padecen.
Al final de la novela de Harper Lee, el protagonista dirige estas palabras a su hijo: «Quería que descubrieses lo que es el verdadero valor, hijo, en vez de creer que lo encarna un hombre con una pistola. Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final, pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence».
Lección amarga, que también este verano, cuando la policía autonómica vasca detenía a su asesino en Hernani, me ha traído el recuerdo de Joseba Pagazaurtundua, acribillado por ETA el 8 de febrero de 2003: un hombre valiente, consciente de que las batallas que merece la pena luchar cuestan mucho. A veces, incluso la vida.
(Fernando García de Cortázar es director de la Fundación ‘Dos de mayo, nación y libertad’)
Fernando García de Cortázar, ABC, 4/9/2010