JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS
- Casi la mitad de los ciudadanos con derecho a voto, que profesa mayoritariamente posiciones centristas, se siente huérfano en un universo electoral donde a derecha e izquierda se imposta el catastrofismo
Todo el sentido de la historia de España, todo el drama de la cultura española gira en torno a la conciliación de dos opuestos aparentes”. Estos dos polos contradictorios de nuestro devenir político, a los que el eximio líder socialista Fernando de los Ríos se refería en su alocución al Congreso Internacional de Escritores celebrado en plena guerra civil española, son el “ansia viva de afirmar la idea de una comunidad común” enraizada en la economía, en la participación y en la cultura, pero sin que en ningún caso pudiera servir “para aplastar a la individualidad”, a los derechos de los ciudadanos, sino para potenciarlos. En ese mismo discurso recordó además que el concepto político liberal, la palabra misma, fue pronunciada por vez primera en el mundo durante las Cortes de Cádiz. Liberales se llamaron los diputados que, enfrentándose a la invasión napoleónica reivindicaban al tiempo, y con firmeza, la caída del Antiguo Régimen. Cádiz fue la cuna del liberalismo político y el filósofo de moda de la época, Jeremy Bentham, no dudó en asegurar por ello que España era la esperanza de Europa.
Esta reflexión de uno de los más insignes representantes históricos del partido socialista español me vino a la cabeza tras la lectura de dos libros que deberían leer también los desnortados protagonistas de nuestra vida política, responsables de la deriva iliberal de nuestro actual sistema y de la acusada tendencia al extremismo y la descalificación mutua entre los principales actores del mismo. Uno es una obra colectiva de un grupo de intelectuales y profesores eméritos dirigidos por Manuel Aragón que publicaron hace meses un informe sobre la mengua democrática de nuestro país con un severo diagnóstico al respecto. Otro las memorias de Virgilio Zapatero, ministro y secretario del Gobierno con Felipe González, cuya obra fue presentada en público ante el expresidente y elogiada por boca de Alfonso Guerra, autor del prólogo. En él, la Constitución del 78, tan denostada incluso en textos legales promovidos por el actual Gobierno, es descrita como “el más importante documento escrito por los demócratas españoles de todos los tiempos”. No abundaré más en los testimonios de no pocos líderes socialistas a los que este país debe en gran medida la prosperidad y el desarrollo de las últimas décadas, que hoy no ocultan severas críticas al llamado gobierno del doctor Frankenstein, presto a someterse al veredicto de las urnas en unas semanas.
Las culpas van más allá del propio Ejecutivo. El Informe sobre la Democracia menguante en España expone con claridad las debilidades errores y miserias que amenazan la estabilidad política en nuestro país, pero también en otros de Europa. El crecimiento de partidos ultraconservadoras y aún de extrema derecha, la desaparición del socialismo en Francia, Italia o Grecia, su desfiguración en Alemania, su debilidad y ausencia en los países nórdicos que fueron un día ejemplo y ensueño para los jóvenes luchadores antifranquistas que reclamaban libertad y democracia, son el resultado de los errores, corrupciones y rendiciones de políticos de toda condición. El libro define la actual situación como el fracaso de la política y es un compendio de las reformas necesarias, demandadas desde hace largo tiempo, para recuperar la confianza de los electores en un sistema herido de muerte si no se pone remedio a las violaciones flagrantes que la llamada clase política viene perpetrando contra principios y valores básicos del funcionamiento democrático. El resultado es un creciente distanciamiento de la sociedad respecto a quienes dicen con superflua arrogancia que la representan. Para quienes vivimos el tardofranquismo, resulta conocido ese divorcio entre la España oficial y la España real que hoy padecemos. La diferencia es que entonces un cambio de régimen significaba el triunfo liberal y ahora amenaza con encabezar su derrota.
Los problemas vienen de lejos y ya a finales del pasado siglo uno de los padres socialistas de nuestra Constitución, Gregorio Peces Barba, denunciaba la responsabilidad de la partitocracia, entonces rampante y hoy dominante. Es un escenario en el que no se reconoce ninguna baza del adversario político y el culto a la personalidad del que manda o aspira a hacerlo, al margen cuales sean sus cualidades y defectos, acaba por convertir su tarea no en un acto de servicio a los ciudadanos sino en una descarnada lucha por el poder. Como dice el manual dirigido por el profesor Aragón hay un contraste “entre el discurso radical y polarizador que se percibe en el escenario político y la moderación de la ciudadanía, que se siente olvidada y menospreciada en sus problemas”. Entre la España oficial, poder y oposición, y la España real. La decepción se debe a que mientras la sociedad profesa mayoritariamente posiciones centristas y de consenso, al margen las inclinaciones hacia uno u otro lado del espectro ideológico, el catastrofismo de la derecha y la izquierda constituye “una impostación de los políticos que no existe entre los representados”. Casi la mitad de los ciudadanos con derecho a voto, incluido el expresidente Felipe González, piensa que en el universo electoral son huérfanos de familia. Las formaciones básicas han perdido millones de sufragios, y proliferan las iniciativas identitarias. Mientras tanto los candidatos, en vez de atender las demandas de quienes han de elegirles, adulan a lametones a los líderes de turno, no vayan a expulsarles de las listas, cerradas y bloqueadas para que ningún diputado o diputada se desmande y crea que puede pensar y decir nada por sí mismo.
La democracia representativa está amenazada también por cuestiones exógenas al ridículo y al escarnio que nuestros líderes protagonizan tantas veces. Es un régimen directamente vinculado al desarrollo de la sociedad industrial, el Estado nación y la autosugestión de un mundo que decidió apellidarse a sí mismo como el primero, acostumbrado como estaba a progresar sobre la explotación de todos los demás. En semejantes circunstancias, si queremos defender los valores básicos del Estado de derecho, piedra angular del funcionamiento de la democracia, resulta imprescindible recuperar el respeto a las instituciones, especialmente la brillantez de un Parlamento cuyo prestigio y función han sido dinamitados por el clientelismo, el aplauso y la sumisión; defender la independencia del poder judicial y de los poderes mediáticos; reinventar la democracia en el mundo de la globalidad digital y la diversidad de culturas. Nada de eso se puede hacer si las ambiciones menores de los líderes de los partidos centrales les impiden dialogar seriamente sobre el futuro de todos nosotros. Para que puedan al menos proclamar sin sonrojo que defienden el interés general. Apenas ha habido dos intentos menores de hacer algo parecido en la presente legislatura: el acuerdo entre sindicatos y CEOE sobre la reforma laboral y el apoyo del Partido Popular a la alcaldía socialista de Barcelona contra los ensueños impostados del independentismo. Poder y oposición deberían mirarse en el espejo del régimen del 78 para ayudar a su crecimiento y recomponer sus destrozos. Como hizo Juan Gil-Albert en la presentación de los papeles del Congreso Internacional de Escritores mencionado al principio de este envío: “Nada produjo en mi ánimo una sacudida más esperanzadora que la de ver a Pasionaria, de pie, en el hemiciclo de las Cortes, aplaudiendo al Rey… En España, se me reveló, había aparecido algo nuevo; especie de crecimiento que viene de lo hondo. Sí, los años han pasado. Hay que abolir el sectarismo”. Recuperemos entonces el invento liberal español. De otro modo, volverán a ganar los malos.