MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • La democracia imaginariamente compuesta por clanes cerrados queda abocada a los enfrentamientos permanentes. No busca consensos, sino victorias

A nuestros líderes, encuestadores y sociólogos les gusta vernos encuadrados en trincheras. Según sus esquemas, cuadriculados, existe la izquierda, siempre rotunda aunque dividida en diversos fortines; y, por el otro lado, la derecha, la ultraderecha. Más allá, en lontananza, se otean las filas nacionalistas, fraccionadas a su vez en campos cerrados, hostiles entre sí. Todo debidamente incomunicado, con sus propios valores (los nuestros) y antivalores (los demás). Esta concepción imaginaria de la sociedad establece grados, así como primacías y alejamientos.

Tal segmentación se entiende como un mundo ideal, en el que la política constituye un enfrentamiento permanente, una lucha para someter al contrario. No cree en intereses generales. Habla de bien común, pero lo define en función de perspectivas sectarias. De hecho, no hay principios deseables si no molestan a la otra parte. El criterio que valida una propuesta es un carácter ofensivo, su capacidad de molestar, contrariar, señalar o estigmatizar a un adversario.

Basta ver cualquier manifestación. Sí es por la igualdad de género se convierte en un griterío contra quienes presuntamente está en contra (lo de menos es que lo estén). No a favor de la igualdad, sino a la contra del enemigo imaginario. Lo mismo si toca manifestación por la independencia: quiere demostrar fuerza, pero el argumento subyacente lanza improperios contra el enemigo español.

La concepción de la sociedad segmentada en compartimentos estancos aparece con intensidad cuando llegan elecciones. «El electorado es mayoritariamente de izquierdas», asegura el líder o algún sociólogo de partido, para concluir que es necesario movilizar tal mayoría. Lo mismo piensa la contraparte. A nuestros dirigentes no se les ocurre la posibilidad de trasvases o de que existan sectores capaces de cambiar de voto según lo que se ofrezca o la capacidad de gestión que muestren candidatos y partidos. O activos o pasivos, pero nunca cambiando de acera: así ve nuestra política al electorado.

Este esquema simplón es germen de muchas cuitas. Un candidato, vigilado por el partido, no tiene que esforzarse en definir propuestas. Le valen los gritos de rigor que dejen clara su adscripción fogosa. Nos entienden como una sociedad coagulada con resistencia a la evolución, como anclada en un paleolítico de neardentales recelosos y defensores a ultranza de territorios ancestrales. Los cambios vendrán de sucesivas peleas entre tribus incompatibles entre sí. Por eso gritan para que les sigamos. Se ven como los jefes de la tribu.

La democracia tribal y segmentada en la que piensan nuestros teóricos -que tampoco se desgañitan al teorizar pues prefieren las visiones rudimentarias- está siempre a la greña. El concepto de una sociedad de ciudadanos iguales, sujetos de los mismos derechos, equiparables, salta por los aires. En realidad, los valores universales se diluyen en la sociedad segmentada: todos somos iguales, pero unos más iguales que otros. ¿Cómo vas a comparar a los nuestros con aquellos?

En este concepto el individuo queda clasificado según su preferencia social, que le justifica políticamente o lo deslegitima. Tal identificación social pervive para siempre y puede constituir tacha familiar o que desborda dos o tres generaciones. De ahí que sea posible pedir cuentas por la Guerra Civil ocurrida hace ochenta años. Las culpas no son personales sino seculares, lo que resulta importante en una vida política basada en culpar al contrario por cualquier cosa, sea el descubrimiento de América, la crisis o la deriva de la selección ¿Quién provocó la extinción de los dinosaurios? ¿Buscaban acabar con la pluralidad? ¿Por qué quieren ocultarlo?

Por si fuera poca esta segmentación en función de querencias electorales, a las que se atribuye causas grupales, económicas y genealógicas, está la búsqueda de pertenencias a colectivos étnicos, sociales, nacionales o culturales, que se impondrán sobre cualquier otra consideración. Tiene efectos fatales, pues el ciudadano deja de serlo cuando se le reduce a una identificación social y política predefinida. Extrañamente, tales identificaciones suelen considerarse liberadoras, como superadoras de universalismos estériles por la vía de la autenticidad. Aproximan al mundo utópico.

La democracia imaginariamente compuesta por clanes cerrados queda abocada a los enfrentamientos permanentes. No busca consensos sino victorias. El sistema constitucional no se concibe como un proyecto común ni como acuerdos para la convivencia, sino como reglas para el combate, que fijan los límites al adversario (las reglas para los propios se entienden como más laxas).

Así entendida, la democracia es un instrumento para la victoria de los nuestros. En este concepto lo importante es ganar, no convivir o prosperar.