USTED, querido lector, no vive en el piso que imagino, ni en nada parecido. O si allí habita, dispone de más recursos que yo. No es que la casa que tengo pensada sea grande ni lujosa. Es más bien modesta, conforme a mis años y achaques, fácil de cuidar y limpiar. El problema que la coloca fuera de mi alcance es su ubicación, en mi zona preferida de Madrid: cerca al Palacio Real, y a la catedral donde mantienen una liturgia más o menos digna, decente y solemne; y a la plaza de Oriente, donde se puede cenar con aire de romance en una noche de plenilunio o tomar un café en el frescor de una mañana tranquila, rodeado de un espacio que es una obra de arte; y a las delicias del Campo del Moro, y a las callecitas sabrosas del casco viejo. Total, que un lugar ideal para vivir, pero con pocas viviendas disponibles, todas a precios elevados y amedrentadores.
A pesar del coste de la propiedad inmobiliaria de la zona, existe allí un edificio enorme y vacío, de 40.000 metros cuadrados, justo al lado de la catedral, a pocos pasos del palacio. No me atrae para casa particular, por estar construido en un estilo poco ameno, estropeando la vista de la iglesia desde los jardines. Pero es un espacio útil, que debe dedicarse a fines dignos del lugar y benévolos para el espíritu humano. Dejarlo sin aprovechar supone un motivo de escándalo. Me refiero al espacio edificado por Patrimonio Nacional (PN) para ubicar un museo de las colecciones reales.
La apertura, prevista en principio para 2016, sigue pendiente y, al parecer, no se realizará antes de 2020. En la construcción se han invertido 160 millones de euros. Ordenar sus espacios interiores valdrá cerca de 25 millones y no sabemos cuántos para las instalaciones. La parálisis del proyecto se ha atribuido a toda una serie de estupideces: cambios de gobierno en España y de mando en Patrimonio Nacional; restricción económica; y desacuerdo interno y nocivo entre Patrimonio Nacional y el Museo del Prado. Es un caso evidente de falta de un concepto coherente del tipo de museo que necesita España.
Mejorar el acceso a los tesoros de la Corona y facilitar su estudio académico son finalidades valiosas. Pero la colección real es difícil de definir y de presentar holísticamente. Abarca objetos de todo tipo, que reflejan en cierto sentido la historia del gusto. Pero el gusto de miembros de una familia concreta y los profesionales que la sirven no representan más que un hilo finísimo, idiosincrático y serpenteante de esa Historia. Las normas que se aplican en comprar un carruaje o una armadura son distintas de las que rigen para adquirir un tapiz, una vajilla o un cuadro. Un museo dedicado a nada más que dar a conocer las colecciones ni siquiera reflejaría la historia de la vida de la Familia Real. Sin sus libros, que siguen en las bibliotecas de sus palacios; ni sus cuadros, muchos de los cuales están en El Prado o en otras colecciones; ni los mismos edificios que han edificado y habitado; ni sus jardines, pertenencias y cartas íntimas; ni sus recuerdos y la morada vital que rodea a los Reyes en la actualidad, no se saldrá más que con una idea parcial y vaga de lo que es ser monarca o familiar de monarcas: la experiencia paradójica de privilegio y riqueza con las frustraciones y sacrificios que se multiplican desproporcionadamente, en relación con una vida normal. Y ello tanto por el nivel de riesgo y el grado de responsabilidad como por la presencia del peligro de que se trata.
En cambio, lo que sí se podría conseguir, aprovechando el espacio disponible y rellenándolo de piezas fundamentalmente de la colección real, es un museo muy distinto que sería una contribución al conocimiento, al debate, a la economía, a la educación y al bienestar de España. Cuando Mariano Rajoy, amablemente, me impuso la Gran Cruz de Alfonso el Sabio, en una ceremonia en el Museo del Prado –donde se condecoró a una serie de personajes de la cultura nacional muchísimo más dignos que yo–, dio un discurso cabal y admirable, enfatizando el valor universal del arte y de la enseñanza, y colocando las contribuciones españolas al saber y placer del mundo en su contexto global, sin exagerar los méritos nacionales ni esconderlos bajo una retórica blanda ni posmoderna. Sin embargo, calificó al Museo del Prado como a un lugar de encuentro con la historia de país, y no lo es.
El Prado es, tal vez, el museo de pintura más asombroso del mundo, pero es una pinacoteca. Su contenido consiste, fundamentalmente, en una selección de las mejores obras coleccionadas por reyes españoles, con el botín de los conventos secularizados en diversos momentos del turbulento pasado de la Iglesia en España. La mayor parte de los cuadros son extranjeros y, por supuesto, muy importantes para los españoles en la medida que fueron adquiridos por patronos de nuestro país o por haberse regalado en encuentros diplomáticos importantes para la historia política del país. El enfoque, en todo caso, ni es histórico ni nacional. Sería casi imposible narrar la historia de España a través de las salas del Museo del Prado.
Las colecciones reales, en cambio, debido a su misma diversidad, pueden ser la base de un auténtico Museo de España. Abarcan objetos de artesanía que demuestran la destreza e industria de los españoles a todo nivel económico y social. Incluyen productos de todos los espacios naturales del país y de todas sus comunidades, pueblos y –espero que se me permita la palabra– naciones. Demuestra el alcance de los españoles en el mundo y los límites de su imperio. Define su genio y pone nombre a sus genios. Hay artículos procedentes de los países con los cuales España ha mantenido relaciones de guerra y de paz. Los iconos de nuestros santos, los anhelos de los privilegiados, el sudor de los obreros y campesinos: todo se representa dentro de las colecciones reales. Bien ordenado, un museo de estas características podría exhibir a ciudadanos, escolares, y visitantes la diversidad y unidad –rasgos recíprocamente indispensables– de lo que es España.
Uno de los grandes méritos de los españoles es que somos poco nacionalistas (ni cuento el supuesto nacionalismo de autoestima de células crédulas o autocomplacientes de ciertas autonomías). No decimos My country right or wrong, sino que trabajamos racionalmente para mejorar un país que reconocemos que no es el mejor de todos, ni puede superar a todos los demás en muchos aspectos. Allí está el patriotismo auténtico, que aspira honradamente a habitar un país glorioso, mientras que el nacionalismo insiste en haberlo conseguido.
NO QUIERO que seamos como los seguidores de Le Pen en Francia, ni de Junqueras en Cataluña. Ni como los partidarios del Brexit, quienes se engañan pensando que ni necesitan la colaboración de otros ni pertenecen a nada más grande que sus propios rinconcitos del mundo. Me da verdadero asco la actitud de aquellos Little-Englanders que intentan socavar las negociaciones del Brexit, insultando a los extranjeros, amenazando a la UE con desafíos impertinentes e inquietando a los inmigrantes. No seamos así. Pero un Museo de España podría nutrir el tipo de orgullo que conduce a la paz y al progreso: el orgullo de ser español. Un orgullo que no sea engreído ni grosero, sino capaz de apreciar los méritos de todos. Un orgullo firme no por nutrirse de mitos, sino por reconocer la verdad, es decir, la mezcla de hitos y grandezas de nuestro pretérito. Estar bien informados constribuye a salir fortalecidos para afrontar los problemas actuales y futuros, convencidos de lo que podemos conseguir si seguimos unidos.
Así que sugiero que dejemos de discutir sobre si tal o cual cuadro debe quedarse en El Prado o mudarse a otro paradero. Saquemos de su abandono escandaloso lo que podía ser la sede de una aportación genuina a nuestra cultura. Diseñemos –aprovechando los recursos disponibles y la benevolencia de nuestros especialistas– un espacio orientado a poner en valor las colecciones reales para reflejar lo que sí nos hace falta. Varias autonomías y muchos países extranjeros tienen museos dedicados a ensalzar su territorio. Construyamos para nosotros mismos uno que sirva a promover nuestro autoconocimiento.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).