ABC 04/11/15
JOSÉ FÉLIX PÉREZ-ORIVE CARCELLER
· El Estado puede aspirar como mucho a que los catalanes adviertan que se preocupa por sus necesidades: que sientan el confort de que a fin de mes hay alguien detrás que va a satisfacer sus nóminas, pagar a sus proveedores, aportar financiación cuando pinchan los bonos patrióticos, o zurzir el roto de Standard and Poor’s
UNA cosa que hemos aprendido del llamado derecho a decidir es que no acaba con una consulta. Dos días después de que Escocia perdiera los comicios, su líder el señor Salmond, estaba requiriendo un nuevo sufragio. Algo parecido ocurrió en Canadá y está pasando ahora aquí, los independentistas han fracasado en dos referéndums e insisten, como acabamos de ver, en abrir un proceso de secesión.
Hay ante el dilema catalán dos enfoques: uno, el primario que cree que todo problema tiene solución y parece ignorar que existen algunos que carecen de ella, al menos a corto plazo. Y el otro, el expeditivo, que asegura que con el concurso de la Guardia Civil o recuperando el estado las competencias en materia de educación, esto se arreglaría en dos patadas.
Pero a los problemas conviene tenerles un respeto: ponerse a solucionarlos sin entender su misterio interior, solo conduce al fracaso. Es la lección que nos enseñan los nacionalistas: ignoran la forma de independizarse, pero se aprestan a ello. Por el contrario, si el Gobierno ha salido solo hasta cierto punto airoso de estos embates, ha sido debido a que optó por la política de dejar que se equivocara el otro. No nos engañemos, los que pedían al Gobierno que hiciera algo contundente en Cataluña, quizá no buscaran su éxito, sino su fracaso. Se comprobó votando en contra de la iniciativa de ampliar atribuciones al Tribunal Constitucional, y se ha percibido ahora en algunas reuniones en La Moncloa: «España está bien, pero primero es mi partido».
Volviendo al misterio interior: no todas las instituciones sirven para resolver el mismo tipo de problemas. No podemos utilizar a la confederación del Nilo para regar el Sahara, ni a las eléctricas para hacer caridad, ni a Cáritas para lograr plusvalías. El Estado central que, por origen y estructura, suele ser eficaz como organización cuando decide, protege o sanciona, resulta sin embargo ineficiente cuando emprende, innova o ejecuta. Lo decía Eisenhower, un militar, nada más acceder a la presidencia de Estados Unidos: «Ahora doy una orden y no pasa nada». Pues bien, lo que nosotros buscamos para Cataluña exige nada menos que una suma de emprendimiento, innovación y ejecución: no queremos españolizar al catalán, lo que queremos es que el catalán tenga el deseo intrínseco de hacerlo. Y eso, claro, no es fácil de lograr desde el Gobierno, cualquiera que sea su ideología.
En las empresas la acción no se produce en el cuartel general, sino cerca de los clientes; y aquí acontece algo parecido. El Estado puede aspirar como mucho a que los catalanes adviertan que se preocupa por sus necesidades: que aun cuando la Generalitat haya sido negligente durante la pasada legislatura, sientan el confort de que a fin de mes hay alguien detrás que va a satisfacer sus nóminas, pagar a sus proveedores, aportar financiación cuando pinchan los bonos patrióticos, o a zurcir el roto de Standard and Poor’s. Desarrollar una función tan vital no es inmovilismo, todo lo contrario: es suministrar el tipo de reconstituyente que desde el Estado tiene más sentido ofrecer. Y esa sensación invisible de confort, nunca reconocida, es la que con probabilidad ha permitido ganar el plebiscito. Con una conducta más gestual pero menos responsable, tal vez no se hubiera conseguido.
La respuesta a la pluralidad de España no es la uniformidad, la respuesta es la unidad y eso solo lo consigue un gobierno sólido: que hace lo que sabe, que no comete locuras intentando resolver los problemas que no domina, y que no se queda en los argumentos dignos de un café, de que la solución es «cambiar la Constitución» o «articular un proyecto ilusionante». Por lo demás, alguno dirá, que si el Estado central no puede favorecer ese cambio de conducta del ciudadano catalán, inyectándole un plus de oportunidad, energía y propósito ¿quién puede hacerlo? La respuesta es obvia: la institución que lo impide y a la que nunca, ni en los sueños más homéricos, pensamos que podríamos tener acceso. Esa institución es la Generalitat.
Hará dos años, el 8 de octubre del 2013, aventuré en esta página lo siguiente: «Cataluña precisa un nuevo liderazgo que recomponga la paz interior y la reintegre en España. Veo factible ese liderazgo en una coalición en torno a Ciutadans, que durante este proceso ha sido el partido más a la altura de las circunstancias. Su líder Albert Rivera, un hombre de entidad, cada vez se hace más evidente y ofrece una pedagogía que Cataluña necesita para no quedarse atrás».
Pues bien, lo que entonces fue una opinión hoy parece ser un hecho, y cabe intuir que por primera vez en la historia contemporánea, unos catalanes que se sienten españoles podrían llegar con la ayuda del PP, del PSOE y del hartazgo general, a presidir la Generalitat.
No hay que ser Jeremías para vaticinar que el gallinero de especies exóticas que se ha reunido en el Parlament, va a terminar, como diría un castizo, «dando el cante» y que en un plazo de tiempo, en el que los independentistas no se van a dedicar a gobernar, sino a discutir entre ellos, el desconcierto predispondrá a los constitucionalistas a acercarse al poder en unas próximas elecciones. Entretanto el Estado tendrá que frenar con resolución los desmanes en que se incurra o sancionar e inhabilitar a sus responsables, sin suspender la autonomía a ser posible, algo que se corresponde más con su desempeño tradicional. Lo de construir un nuevo clima en Cataluña, en cambio, quedaría para esa coalición que sintiendo en catalán sabrá, no sin dificultad, cómo abordarlo sin generar excesivos anticuerpos.
Albert Rivera puede llegar ser el president de la Generalitat que recondujo la situación en Cataluña. Pero, no conviene olvidar que la eficacia es fruto de la concentración del esfuerzo. Y, que si Rivera lo malgasta haciendo dos cosas a la vez, como es aspirar también a la presidencia del Gobierno de España, podría con alta probabilidad no conseguir ninguna. Pues aun lográndola, que es dudoso a corto plazo, incurriría en el desacierto de intentar arreglar, una vez más, el entuerto desde la institución equivocada.
En resumidas cuentas: necesitamos tener un objetivo para los catalanes que es que libremente deseen ser españoles, pues se juegan en ello su prosperidad y reconciliación social; y también un medio para lograrlo, que ha de pasar por un Gobierno de la Generalitat que favorezca el retorno del hijo pródigo que, con el 52% de los votos, es lo que quiere.