Carlos Sánchez-El Confidencial

  • España 2050 es, sobre todo, una llamada de atención. Hay que pensar en el futuro. De lo contrario, la historia nos volverá a pasar por encima, como tantas otras veces.

El capítulo más sugerente de España 2050 es, probablemente, el que menos eco tendrá en la opinión pública. Ocupa apenas 13 páginas y lo hace a modo de epílogo. Los autores lo han titulado ‘Redescubrir el optimismo’, pero no es, sin embargo, una recapitulación de lo escrito ni una reivindicación bobalicona del buenismo político, sino una reflexión lúcida sobre una de las cuestiones centrales del pensamiento occidental, como es imaginar el futuro. Un anhelo que, como se sabe, comenzó a fraguarse a partir de la Ilustración, que es cuando toma carta de naturaleza la idea de progreso a partir de la razón. El célebre ‘sapere aude’ –atrévete a pensar– que Kant resumió en una frase prodigiosa: “La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad”.

‘España 2050’ recuerda que en la Edad Media y buena parte de la Edad Moderna, la historia fue entendida como una inexorable decadencia. El mundo envejece (‘mundus senescit’), se decía en los límites del primer milenio, lo que daba a entender que el desenlace de la humanidad estaba escrito.

Pocos países en Europa han sufrido tanto desgarro interior, tal vez por la incapacidad para pensar de forma colectiva un futuro común 

Los avances científicos y los descubrimientos historiográficos, sin embargo, fueron alumbrando, poco a poco, una visión diferente, que concebía la historia humana “no como una decadencia, sino como un lento y arduo florecer, fruto no ya de la obra divina, sino del esfuerzo de los hombres y mujeres viviendo en sociedad”. Fue entonces cuando surgió la noción de progreso, que está detrás de todos los acontecimientos sociales y políticos de los últimos 300 años. Frente a la acción, que es imaginar el futuro para transformar la realidad, surgió la reacción, y eso explica en parte, además de otros condicionantes, la dialéctica social, política y económica en la que se ha movido el mundo. Muchas veces, a través de guerras culturales que en realidad escondían intereses de clase. 

España lo sabe muy bien porque pocos países en el ámbito europeo han sufrido tanto desgarro interior. Tanta intolerancia y sectarismo. Tal vez, por la incapacidad de muchas generaciones para pensar de forma colectiva un futuro común. Pero también porque el punto de partida lo hacía más difícil. Desgraciadamente, no ha sido posible construir un relato generalmente compartido de nuestra propia historia. Ni siquiera de la más remota. Probablemente, como dijo aquel rey que tuvo que salir de forma precipitada de España tras el asesinato de Prim, porque los enemigos de los españoles no estaban fuera de nuestras fronteras, sino en el interior.

Ausencia de diálogo

La inexistencia de un paradigma histórico dominante, el relativismo epistemológico que lo llamó el historiador Santos Juliá, y que es una de las características de la posmodernidad, como anotó Lyotard, se explica por la ausencia de diálogo, que, en infinidad de ocasiones, salvo en contadas excepciones, ha supuesto una rémora en el progreso. “Dialoguen entre ustedes”, reclamaba Ortega en las Cortes de la República, y dialoguen, venía a decir, con los mejores especialistas del país, los ingenieros, los economistas, los ensayistas, los profesores, “para saber qué nos pasa”. No se hizo caso al filósofo y el resto es ya historia. La peor historia, habría que añadir. 

Es probable que si ‘España 2050’ se hubiera presentado en el Congreso, con formalidad y sentido académico, todo hubiera sido distinto

Sánchez se equivocó convirtiendo la presentación de un documento, sin duda útil y valioso, en un homenaje a sí mismo. No se puede hacer peor. Y lo hizo porque toda la política española está enferma de tanta política, lo que hace imposible el diálogo. Como alguien dijo, hay más política en la vida pública española de la que se puede digerir, y solo hay que sentarse un rato ante la TV, convertida en un parlamento de guiñoles. 

Es probable que si ‘España 2050’ se hubiera presentado en el Congreso de los Diputados, con la formalidad que merece la ocasión, y con el sentido académico que tienen las propuestas, todo hubiera sido distinto. Pero la política-espectáculo exigía hacerlo en un formato más propio de la industria del entretenimiento o del ‘show business’, como se prefiera, lo que explica que una profunda e inteligente reflexión sobre los problemas de España (676 páginas con una completísima bibliografía que permite conocer el origen de lo publicado) haya sido acogida por buena parte de la opinión pública como un acto puramente electoralista.

La papelera de la historia

Una mala noticia para quienes han trabajado para sacar adelante un documento avalado por algunos de los mejores científicos sociales del país, pero que, desgraciadamente, es muy posible que pase a la papelera de la historia, como ha sucedido en tantas ocasiones. Solo hay que imaginar cuál hubiera sido la reacción de muchos españoles si en lugar de presentarlo en público el director del gabinete del presidente, que desde luego no era el más indicado para escribir sobre un documento académico, lo hubiera hecho una autoridad o un intelectual aceptado por todos.

Se ha hecho así, precisamente, porque no se ha querido incardinar en el marco de un plan de país, lo que hubiera obligado a crear, por ejemplo, una comisión de carácter permanente en el Congreso (como lo es el Pacto de Toledo, que nació hace 25 años) para pensar sobre “lo que nos pasa”, en palabra del filósofo. Entre otras cosas, porque las soluciones que se apuntan, por supuesto sometidas a discusión, exigen una arquitectura legislativa que solo desde el consenso se puede sacar adelante. Es decir, para poder pasar de las musas al teatro.

Lo dramático es que la vía elegida por Moncloa, que ha querido, paradójicamente, mirar al pasado más que al futuro en los últimos tres años, ha cegado la posibilidad de abrir un debate sereno entre las fuerzas políticas sobre la dirección que debe tomar este país a largo plazo.

El propio Pablo Casado, con esa respuesta absurda, desabrida e irresponsable (una más) que ha dado al documento, lo sufrirá si algún día es presidente, porque necesitará el respaldo de una mayoría suficiente para hacer transformaciones de Estado. Precisamente, en unos momentos en los que se están produciendo cambios de indudable trascendencia en el mundo y en los que cada país busca su especialidad productiva para aprovechar mejor sus ventajas comparativas. Ya sea en el ámbito de los recursos naturales, tecnológicos o, incluso, demográficos. Cambios que colocan a España en una situación muy distinta a la que podía ocupar hace solo algunas décadas, cuando sus bajos costes laborales permitían atraer inversión directa de las grandes naciones europeas. 

Hoy, sin embargo, es la propia Europa quien sufre por el auge de nuevas regiones más dinámicas que se benefician de la globalización y de los avances tecnológicos, cuyos ciclos son cada vez más cortos, lo que obliga a una revisión permanente de las estrategias nacionales.

El eurocentrismo ha muerto

Este argumento es, sin lugar a dudas, lo que justifica la creación de instituciones estables en el tiempo con capacidad para detectar los nuevos escenarios y lograr que España sea escuchado en el mundo. Justo ahora, y no después, cuando Europa está a la búsqueda de una autonomía estratégica que, por el momento, es una quimera. Hay que recordar que, dentro de 20 años, Europa apenas representará el 11% del PIB mundial, la mitad que China, por debajo del 14% de EEUU y al mismo nivel que la India, lo que refleja unos cambios intensos en la correlación de fuerzas en el conjunto del planeta. El eurocentrismo ha muerto.

Si algo ha revelado la pandemia es la importancia creciente de cuestiones como el control de las rutas de aprovisionamiento de las materias primas, de los componentes industriales y de los sistemas esenciales para la seguridad informática. Y la vulnerabilidad de España, como se ha puesto de manifiesto, es algo más que evidente. Ante esta realidad se puede optar por pensar solo en el presente, o, incluso, en el pasado más dramático, pero la historia, que no espera, nos pasará por encima, como en tantas otras ocasiones ha sucedido. 

Merece la pena recordarlo porque, como ha dicho el economista Acemoglu, una de las mentes más lúcidas de nuestro tiempo, tras leer el último libro del filósofo australiano Toby Ord, “muchos de los peligros a los que nos enfrentamos surgen de la ciencia y la tecnología, pero, fundamentalmente, porque nos hemos vuelto poderosos sin ser proporcionalmente sabios. Son esos riesgos lo que más deberían preocuparnos ahora y en el próximo siglo”. Y los sabios, habría que apostillar, miran al futuro.