Miquel Escudero-El Correo
- La Constitución une y no rompe, y no hay que procurar satisfacción a quien con nada se va a dar por satisfecho
El 1 de enero de 1986 se hizo efectiva la entrada de España y Portugal en la Unión Europea. En el caso español, fue el ministro de Asuntos Exteriores Fernando María Castiella quien hizo en 1962 la primera petición para adherirse a la Comunidad Económica Europea. Como no podía ser de otro modo, los trámites para la incorporación real no se atendieron hasta la muerte de Franco y la consolidación de la democracia.
Las negociaciones fueron largas: comenzaron en 1979, con Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, y culminaron en 1985 con Felipe González. Se ha hablado, con razón, del ‘ángel europeo’ que nos protege. Mi amigo portugués Gabriel Magalhães destaca de la nacionalidad europea que es «una nacionalidad naciente que no nos está exigiendo ningún tipo de nacionalismo».
El profesor Magalhães ha escrito ‘El país que nunca existió’, un libro que dirige a la intimidad de cada lector; un texto confidencial al oído y que ensaya, dice, un enfoque múltiplemente hispano. Ahora bien, lo cierto es que enfoca la realidad hispana en su exclusiva vertiente peninsular, no en la de los territorios de Ultramar.
Pienso en el niño saharaui que dijo en clase: «América la descubrimos los españoles»; identidades en expansión. O en el hecho de que el español dejara de ser una lengua impuesta en el Sáhara Occidental por una potencia colonial para convertirse en un factor distintivo de los marroquíes, y en una herramienta de pensamiento y cultura con la que superar el espíritu tribal y las estructuras sociales arcaicas, siempre una rémora para el desarrollo comunitario; todo ello, por cierto, gracias a Fidel Castro, quien, sin proponérselo de forma expresa, produjo el mestizaje cultural de los ‘cubarauis’ (cubanos y saharauis). Ya hace unos veinte años que se estableció la denominada ‘generación de la amistad’, cuyos autores, como ha explicado Pablo Dalmases, se sienten ‘copartícipes del mundo literario español’.
Si nos remontamos a 1812, dos siglos atrás, la Comisión encargada por las Cortes de Cádiz presentó su proyecto de Constitución declarándose «llena de timidez y desconfianza», en pos de «un sistema completo y bien ordenado, cuyas partes guarden entre sí el más perfecto enlace y armonía», leyes ‘filosóficas y liberales’, «una para todos; y en su aplicación no ha de haber acepción de personas». Se tenía conciencia de que aun «las leyes dictadas con la mayor sabiduría están sujetas a sufrir irresistible contradicción de circunstancias imprevistas». El primer artículo decía: «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Y en la firma aparecían, en este orden, diputados de Cuba, Panamá, Nuevo Reino de Granada, Costa Rica, Tlaxcala, México, Santo Domingo, Guanajuato, Nueva España, Montevideo, La Habana, Guatemala, Querétaro, Puerto Rico, San Salvador, Veracruz, Filipinas, Buenos Aires, Maracaibo, Perú, Chile, Yucatán, Guayaquil, Venezuela, Chiapa y la provincia de Valladolid de Michoacán; eso sí, no constaban como colonias.
Gabriel Magalhães caracolea con elegancia en el uso del lenguaje metafórico, escribe un perfecto castellano, habla y lee de forma excelente en catalán, se doctoró en Salamanca en Filología Hispánica y pasó unos años de su niñez en el País Vasco. Es consciente de que el aplauso de las equivocaciones es ‘triste y trágico’ y califica de siniestro el «jalear de las tonterías patrióticas». Busca siempre comunicar la pedagogía de la concordia y dar con ‘lo mejor’. Persigue paisajes libres de infección fanática donde dialogar y articular distintos yoes. Aludiendo a Julián Marías, habla de recuperar la tradición de los viajes interiores por la península, una ósmosis que permite recomponer y salvar lo mejor de cada sitio. Así, Magalhães habla de que en su modo de ser hay algo de vasco; un vínculo que es ejemplo de interculturalidad.
¿Qué reconocimiento necesitamos, pues, para ser libres?, ¿que nuestras señas de identidad sean variables y estén sujetas a evolución, de modo que nuestro origen no suponga evidenciar unos caracteres definitivos de personalidad, o que, por ejemplo, Cataluña sea tratada como un país aparte?
Veo en mi amigo algunas concesiones al nacionalismo, que excluye de la catalanidad a quien no acepta sus dogmas. Afirma que hay sectores independentistas que se las dan de ser el no va más de la modernidad; y no incide en ello, pero sí en que «al españolismo más rancio le gusta considerarse una democracia consolidada». ¿No estaba en el búnker ‘el españolismo más rancio’?
Tengo claro que la Constitución une y no rompe el país, y que no hay que procurar satisfacer a quien con nada se va a dar por satisfecho. Sí suscribo que, para la mejora de la península ibérica, no se debe «militar en ningún tipo de odio, sino, al contrario, amarlo todo». El reconocimiento de lo mejor nos cubre de consistencia.