Luis Ventoso-ABC
- Dudoso orgullo ser una de las cinco naciones donde los médicos matarán legalmente
Portugal carece de la potencia y chispa de España. Pero tiene sus fortalezas. Una es la prudencia, una cautela vieja y sabia. El presidente de la República, Rebelo de Sousa, peina 72 años. Con un ideario católico y conservador, que tiene muy a gala, vive un auténtico idilio en las urnas con el público. En enero, el Parlamento aprobó una ley de Eutanasia impulsada por la izquierda. Rebelo la recurrió ante el Tribunal Constitucional por considerarla «excesivamente indeterminada» a la hora de establecer los requisitos. El Constitucional le ha dado la razón y ha revocado la norma, señalando además que amenazaba el principio de inviolabilidad de la vida que establece la Constitución lusa. Así se hacen las cosas en un país tranquilo y razonable.
No ha sido así en España. La ley de Eutanasia aprobada ayer en el Congreso se ha impuesto a rodillo, en el marco de un amplio proyecto de ingeniería social y desoyendo por completo a los discrepantes. La norma nace con la oposición de los colegios de médicos. Lógico, pues rechina que aquellos consagrados a curarnos tengan ahora entre sus tareas matar a pacientes (que es de lo que va esta reforma, aunque existan gélidos eufemismos para no enunciarlo). También están en contra el Comité de Bioética y la Iglesia Católica, que sigue siendo la fe de la mayoría de los españoles.
Por supuesto: ninguno sabemos cómo reaccionaríamos en el agónico trance de una durísima enfermedad incurable. Pero que el Estado se jacte de que ha encontrado la vía para matar legalmente a los que sufren si así lo piden no parece un avance, sino una forma de estigmatizar a los más débiles (los pacientes de alzhéimer, los parapléjicos, los enfermos de ELA o cáncer avanzado, las personas con hondos problemas psiquiátricos…). El consenso ‘progresista’ festeja que España ya es uno de los cinco únicos países con ley de Eutanasia. En el planeta hay 194 naciones soberanas. Tal vez que solo haya cinco que van por ahí refleja lo aberrante de la norma.
Se avanza en la muerte asistida de manera implacable, pero se desprecia por completo la vía humanitaria de los cuidados paliativos, en los que no se invierte (¿acaso hacer más llevadera la vida de los pacientes terminales no es ‘progresista’?). Difícil que esta ley quepa en nuestra Constitución, que en su artículo 15 establece que «todos tienen derecho a la vida y la integridad física y moral». Es orwelliano que se cree un registro para fichar a los médicos objetores -los que se nieguen a matar-, pues vulnera el derecho a la objeción de conciencia de la Declaración de Derechos Humanos. Son un coladero las razones que permiten ser objeto de muerte asistida, pues en parte resultan subjetivas (cada uno tenemos un baremo distinto de lo que consideramos ‘sufrimiento intolerable’).
«Incorporamos una prestación a la cartera de servicios del sistema nacional de salud que mejorará nuestra capacidad asistencial», explica con un paralenguaje de Gran Hermano la ministra de Sanidad. Salud y muerte en la misma oferta. El oxímoron supremo de un tiempo absurdo.