Juan Carlos Girauta-ABC

  • El hecho de que Justino coja rabietas solo demuestra que alguien inteligente puede coger rabietas

Esta es la historia del niño Justino, más bueno que el pan. Tan pequeño y tan despierto. Lo crió su abuela en el Vecindario del Romero, que no llega a pedanía. Le gusta el merengue con locura, lo cual no viene al caso. Lo notable es que haya pensado por sí solo en el misterio de la permanencia de las cosas sin sujeto espectador. Ignora que el asunto ha fascinado y atormentado a filósofos y literatos. El pequeño no cede a la tentación solipsista. De hecho, Justino ha discurrido como un hombre prudente, cabal y experimentado. Así, espontáneamente. Primero ha saboreado la sorpresa del abismo y el vértigo. ¿Qué pasa en mi habitación ahora que no hay nadie en casa

porque yo estoy montado en el poni y mi abuelita cruza la plaza, que la veo desde aquí? Luego prevé, pragmático, que su habitación seguirá allí cuando vuelva a entrar en ella. Hasta el último detalle habrá soportado la ausencia de observador. Por fin, sabedor en el fondo de que sin sujeto observador no hay nada, y de que de la nada no puede salir algo, y menos aún algo exactamente igual a lo que había, comprende que Dios, de quien le han hablado Marujita, Ciprianillo y su abuela, es en realidad el espectador que mantiene el mundo entero en su existencia. El ojo. Y se queda el arrapiezo más ancho que largo porque la realidad no se va a disolver aunque dejemos de mirarla y porque, además, este Dios está más a la altura de su ambición intelectual. Sin dejar por ello de intuir que el Dios bueno que rige el Vecindario del Romero siempre va a primar la inocencia sobre la inteligencia, la bondad sobre la inteligencia, la entrega sobre la inteligencia. Se dice que no debe olvidar este punto mientras el señor del poni le ayuda a bajar del animal, así de pequeño es Justino. Tampoco va a avergonzarse de un don que ese mismo Dios le ha dado. Basta con que no lo sobrevalore. Los búlgaros, saras y lionesas de su abuela aportan más al bienestar universal que la mayoría de poemas que le han leído hasta ahora. Le ha dado que pensar esa confusión tan extendida: se ha considerado que a los niños, o bien se les ahorraba la poesía, o bien se les insultaba con unos ripios deleznables y una temática más estrecha que el canelón de detrás de la casa de Ciprianillo, donde se le quedó un día el brazo metido, para su susto. Cuando Justino se asusta llora mucho, y entonces desdeña las teorías de Marujita, según la cual un hombre inteligente de verdad no llora, ni despotrica, ni se deja llevar por la ira, ni entra en pánico. Cargado de razón, responde Justino entre llantos y gritos muy agudos, a la vez que da vueltas en el suelo sobre su espalda, que él no es un hombre sino un niño. Uno además muy pequeño. Y que, de todas maneras, el hecho de que él coja rabietas solo demuestra que alguien inteligente puede coger rabietas. Y ahí es cuando Marujita lo da por inútil y lo deja llorando: ¡Feliz Año Nuevo!