ANTONIO CAÑO-El País

  • Resulta imprescindible una reforma del pacto constitucional para salvar nuestra democracia porque los enemigos de ese proyecto están convirtiendo a España en un páramo de odio sectario y mezquindad

El fracaso del proyecto que nació en España con la Constitución de 1978 es ya inocultable; cuanto antes lo admitamos, más opciones tendremos de encontrar una solución, si es que existe, porque los enemigos declarados de ese proyecto —sea cual sea su situación en las urnas— están a punto de triunfar, o han triunfado ya en alguna medida con este páramo de odio sectario, mezquindad y hastío en el que han convertido nuestro país. La política es un cenagal en el que se revuelcan personajes mediocres que ignoran el interés general en beneficio de sus ambiciones personales y ocurrencias tácticas, como demuestra la reciente decisión de Pablo Iglesias. El Gobierno no gobierna o desgobierna, no existe una oposición merecedora de ese nombre, el modelo autonómico se ha convertido en una fuente generadora de agravios comparativos y conflictos, además de ser un vivero de caciques locales, los partidos políticos —unos más que otros— son meros instrumentos al servicio de sus líderes o de las necesidades del marketing. Algunos ven como único consuelo institucional la dignidad del Rey defendiendo la Monarquía constitucional frente a su propia familia y contra una amalgama de republicanos de salón incómodos, no con la Corona, sino con la democracia.

De ahí para abajo, ¿qué se puede encontrar? Nuestra economía se desmorona sin que a nadie parezca importarle gran cosa, irresponsablemente confiados, como estamos, en que Europa se ocupará. La mentira se ha instalado como un recurso rutinario en el debate político, sin ningún tipo de sanción mediática ni social. La demagogia ha alcanzado tales proporciones que ya la toleramos con medias sonrisas. Se prometen leyes que ya están aprobadas, se arrastra a los jóvenes a que libren luchas que se ganaron hace décadas, se inventa el pasado, se manipula la historia. Los medios de comunicación, inundados de declaraciones y debates estériles, son incapaces de ofrecer resistencia a la grosera falsificación que se nos presenta cada día.

¿Qué queda del proyecto con el que se inició nuestra democracia? Apenas nada nos une. Ni siquiera nuestro idioma, que parecía hasta hace poco un valor intangible y neutral, está hoy fuera del conflicto ideológico. No digamos nuestra historia. No hay nada en nuestro pasado, desde los Reyes Católicos hasta la Transición, que no haya sido tergiversado por este adanismo cultural que se ha impuesto. No tardará el día en que propongan quitar el nombre del Instituto Cervantes para buscar una figura supuestamente más inclusiva, alguien que represente mejor a todos los idiomas de España, que cada día son más. Nuestra principal fuente de conocimiento, la Universidad, está en manos de un ministro; con eso está dicho todo.

Nada de esto tendría tanta importancia si nuestro sistema estuviera protegido por instituciones sólidas, capaces de resistir modas y tormentas, pero la realidad es que no es así. Mencionaba antes al Gobierno, la Corona y las comunidades autónomas, estas últimas, cada vez más, simples peones en la lucha por el poder total, el único móvil de la acción política. Pero podríamos aludir también al Congreso, ocupado en una tercera parte por grupos que expresamente rechazan la Constitución o quieren dividir España, precisamente los escaños sobre los que se apoya la supuesta mayoría de gobierno del país. El Parlamento se ha hecho tan irrelevante que llevamos meses viviendo en estado de alarma sin que nadie parezca encontrar mayor diferencia. También podríamos citar a los jueces, que individualmente hacen lo que pueden, a veces actuando como el último baluarte en la defensa de la ley, pero cuyo gobierno y, por tanto, su control, está en manos de los partidos políticos o quizá, si se consuman los planes en marcha, en manos del Gobierno. Podrá decirse con razón que sí hay muchas cosas que funcionan en nuestro país, que nuestros hospitales y centros de salud han dado un gran ejemplo a lo largo de este año, que cada mañana miles de personas cumplen eficazmente con su trabajo, atienden a sus hijos y a sus mayores y dan cariño y respaldo a sus amigos y sus vecinos. Tenemos, es cierto, una sociedad afectuosa y disciplinada que cumple con sus tareas, obedece las leyes y sabe ser solidaria cuando es preciso. Pero hemos fracasado en la construcción de un proyecto político que garantice a esa sociedad un futuro de prosperidad y convivencia pacífica.

El fracaso no está en el origen, como dicen algunos miembros del Ejecutivo. Nuestra democracia fue alumbrada en un pacto ejemplar que dio lugar a lo que, seguramente, ha sido el mejor ciclo de nuestra historia. Pero ese pacto, como siempre ocurre, nació incompleto, pendiente de reformas futuras. También la democracia americana echó a andar a medio hacer, sin abolir la esclavitud, por ejemplo. Sin embargo, mientras Estados Unidos no dejó nunca de introducir reformas en una serie ininterrumpida de enmiendas constitucionales, España dejó pendientes las reformas que debió haber hecho hace más de una década, especialmente en lo que se refiere al modelo territorial y el sistema electoral, los focos de los mayores conflictos.

Es evidente que si la pereza histórica o el oportunismo político impidieron esas reformas cuando era más fácil hacerlas, hoy, en medio del caos descrito más arriba, parece simplemente una fantasía. ¡De dónde vamos a sacar fuerzas para emprender reformas si nos peleamos hasta por el modelo de las mascarillas! Cierto. Pero también es verdad que lo que hace una década era recomendable para el mejoramiento de nuestra democracia, hoy se hace imprescindible para su salvación. O reformamos o nos reforman, desde la extrema izquierda, que ya está en el poder, o desde la extrema derecha, que está cerca. O renovamos el pacto constitucional para poner al día los valores en los que se sustentó o los enemigos de la democracia española acabarán, antes o después, de una u otra forma, por cumplir sus objetivos.

Por un momento en el pasado confiamos en que el propio sistema sería capaz de depurarse y actualizarse. El nacimiento de nuevos partidos en la segunda década de este siglo parecía augurar la modernización y profundización de nuestra democracia. Ha sido justo al revés. Podemos resultó ser una vulgar repetición de viejas ideas totalitarias que sólo consiguió abrirse paso retrotrayendo a los españoles a sus más crueles disputas. Ciudadanos fue apenas un soplo de esperanza liberal pésimamente gestionado y condenado, tras los tristes episodios recientes, a su desaparición por inmolación. Vuelve, por tanto, la responsabilidad a los dos partidos tradicionales, PP y PSOE, a los que la misión histórica de salvar nuestra democracia los encuentra en condiciones más bien precarias. Uno, sin líder ni sede. Otro, más que pensando en pactar, dedicado de lleno a la aniquilación del rival, aunque para ello sea necesario abrirle las puertas a quien propugna el franquismo del siglo XXI.

Es muy difícil sostener un sistema cuando su ineficacia es tan manifiesta. Esto es quizá lo más grave del momento actual. El escándalo de las mociones de censura en medio de la peor crisis conocida por varias generaciones de españoles nos ha recordado con sonrojo el fracaso al que asistimos a diario. Nuestro país resistirá porque, pese a todo, ha demostrado su consistencia en múltiples ocasiones. Pero el proyecto político que le dio sentido en las últimas décadas es hoy un proyecto fallido.