FRANCISCO RUBIO LLORENTE, EL PAIS 11/02/13
· A juzgar por lo que se dice y se hace, nadie parece desear un referéndum que permita verificar la amplitud y solidez de esa voluntad de independencia que los partidos nacionalistas atribuyen a los catalanes y que muchos de estos proclamaron en la manifestación celebrada en Barcelona el pasado 11 de septiembre. Algunos colegas han sostenido además en la prensa que ese referéndum es jurídicamente imposible; unos pocos, con resignado pesar, porque según dicen les gustaría que hubiera podido hacerse; los más con apenas disimulada satisfacción, porque de ningún modo quisieran que se celebrase.
El argumento de unos y otros es el de que la Constitución (artículo 92) hace posible que las decisiones políticas de especial trascendencia sean sometidas a consulta de todos los ciudadanos, por lo que no cabe que la consulta se dirija a solo una parte. Un argumento aparentemente sólido y muy pertinente para poner en cuestión la competencia que el artículo 122 del Estatut atribuye a la Generalitat, pese a lo cual no recurrieron a él ni quienes impugnaron ese precepto, ni el propio Tribunal Constitucional al interpretarlo.
Quizás las razones del olvido hayan sido otras, pero tampoco es imposible que los recurrentes y el Tribunal creyeran, como creo yo, que aunque claro y rotundo, el argumento es erróneo porque está construido sobre una premisa falsa: la de que el legislador solo puede hacer aquello para lo que está expresamente autorizado por la Constitución, del mismo modo que, en principio, el Gobierno solo puede dictar reglamentos cuando está autorizado por la ley.
Ni el Gobierno de España ni el catalán aceptan el carácter meramente consultivo de todo referéndum.
No es así: es un principio elemental del constitucionalismo democrático, que el Tribunal Constitucional ha recordado muchas veces, el de que la libertad del legislador solo está limitada por lo que la Constitución prohíbe y en consecuencia las Cortes Generales, como representación del pueblo español, titular de la soberanía, pueden autorizar la celebración de referéndums de ámbito territorial restringido. Por ejemplo, puramente local, como efectivamente han hecho en la correspondiente Ley de Bases.
Por lo demás, aunque la lógica no es fuente del Derecho, tampoco está de más tomarla en cuenta a la hora de interpretarlo y no parece lógico que para verificar si la sociedad catalana quiere o no la independencia haya que preguntárselo a todos los españoles. Estos, incluidos los catalanes, deberán ser consultados para decidir sobre la independencia de Cataluña, si por desgracia los catalanes la quisieran, pero solo estos saben si la quieren o no.
Pero no es sin duda el razonamiento jurídico el que determina la postura de quienes se oponen a la celebración del referéndum, sino un arma que algunos de estos utilizan para defenderla. Las razones de fondo son puramente políticas y en ellas hay una sorprendente coincidencia entre quienes se oponen a la celebración del referéndum y aquellos que quieren que el referéndum se celebre, pero obran de manera que lo hacen imposible. Aunque con finalidades opuestas y procedimientos distintos, las dos partes razonan como si el referéndum hubiera de ser decisorio, no simplemente consultivo.
En el referéndum, una modalidad de esta institución que pocas Constituciones incluyen, pero que es la prevista en el artículo 92 de la nuestra, no se pide al pueblo que tome decisión alguna, sino que opine sobre la decisión que en su momento habrán de tomar los órganos competentes, para ilustración de estos.
El empecinamiento en dar a la consulta una eficacia que no debería tener alimenta los radicalismos.
Es cierto que en las dos ocasiones en las que se ha hecho uso de él, el motivo que ha llevado al Gobierno a convocarlo no ha sido tanto la necesidad de conocer la opinión del pueblo, como la de encontrar una excusa para tomar una decisión en contradicción con su programa electoral (referéndum sobre la OTAN), o suscitar una manifestación de entusiasmo por una decisión que ya se tenía el firme propósito de adoptar (ratificación del Tratado Constitucional Europeo).
Pero sea cual sea el motivo que ha llevado a utilizarlo, un referéndum de este género no entraña decisión alguna ni determina el sentido de la decisión a tomar y ni siquiera fuerza a tomarla; es simplemente un medio para conocer el estado de la opinión sobre las distintas decisiones posibles y su principal utilidad radica por eso en la necesidad de someterlas a debate público y ponderar el apoyo a las distintas opciones. Un debate totalmente libre, puesto que está rodeado de todas las garantías propias de las consultas electorales, pero al mismo tiempo depurado de las otras muchas cuestiones que los ciudadanos han de tomar en consideración a la hora de elegir a sus representantes.
Ni el Gobierno de España ni el de Cataluña, ni la mayoría de las Cortes Generales ni la del Parlament aceptan el carácter puramente consultivo del referéndum. El argumento más frecuentemente utilizado para excluir toda posibilidad de que las Cortes Generales autorizasen su celebración, es el de que no son solo los catalanes, sino todos los españoles quienes han de decidir sobre la independencia de Cataluña. Afirmación correcta, sin duda, pero que solo es pertinente si se parte del supuesto de que es esta decisión el objeto del referéndum.
Por su parte, en el acuerdo adoptado recientemente, el Parlamento de Cataluña, en lugar de afirmar que en las actuales circunstancias el pueblo de Cataluña debe ser consultado sobre su voluntad de independencia, comienza por atribuirle la calidad de política y jurídicamente soberano, y esto, aunque de forma oscura, solo puede querer decir que si en su mayoría opta por ella, la independencia de Cataluña será ineluctable, pues de otro modo no sería soberano.
Si llegara el triste momento de la separación, esta no podría adoptarse de forma unilateral sino mediante negociación.
Unos pocos ingenuos, no sé cuantos, creemos que este empecinamiento en atribuir al referéndum una eficacia que en ningún caso debería tener es una triste muestra más, de las muchas que ya tenemos, de la retroalimentación de los radicalismos. Y sobre todo, y esto es a mi juicio lo más importante, servirá a los partidos independentistas para llevar el ascua a su sardina.
Aunque no puedo hablar sino en nombre propio, creo que hasta ahora, quienes preferiríamos que no hubiera en España partidos independentistas, pero aceptamos su licitud, hemos entendido que si llegara el triste momento de la separación, esta no podría llevarse a cabo de manera unilateral, sino mediante negociación seguida de un acuerdo en el que todos participáramos y que requeriría probablemente una reforma constitucional. Una postura que muchos independentistas rechazan porque hace depender el cumplimiento de sus aspiraciones de un poder cuya legitimidad niegan.
La catástrofe que significaría para todos la secesión de Cataluña lleva a pensar que es sumamente improbable que esta tenga un apoyo popular tan extenso e intenso que aconseje abrir esa negociación; pero si por desgracia no fuera así, probablemente sería razonable abrirla.
Para ello es necesario que las dos partes reconozcan recíprocamente su legitimidad. La “Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña” aprobada por el Parlament niega implícitamente la del Estado; la obstinada negativa del Gobierno y la mayoría de las Cortes Generales a la convocatoria de un referéndum de acuerdo con la legalidad vigente, niega también la de la comunidad autónoma. Así estamos.
Francisco Rubio Llorente es catedrático jubilado de la Universidad Complutense y director del departamento de Estudios Europeos del Instituto Universitario Ortega y Gasset.
FRANCISCO RUBIO LLORENTE, EL PAIS 11/02/13