¿Un sistema mierdo dependiente?

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 11/02/13

· Hay muchos escándalos nonatos, o mierdas frustradas, bien porque los medios deciden no airearlos, bien porque no han ‘funcionado’ en la democracia de audiencia que habitamos.

Perdonen el título de este artículo si suena a sus oídos como demasiado grosero. Podría haber escrito también que nuestro sistema político es «escándalo-dependiente», pues lo que busco es poner de relieve un rasgo casi constitutivo de ese sistema, el de que en muy alto grado funciona a impulsos de los sucesivos escándalos que se producen en su seno. Pero el hartazgo personal ante esta constatación es el que me ha llevado a mencionar la palabra tabú: y es que parece que en España sólo la mierda nos mueve.

En efecto, si examinamos el pasado de nuestra ya no tan joven democracia observamos un patrón recurrente desde el final de los ochenta: el de que los cambios en la gobernación están asociados a, y son en muy alto grado tributarios de, algún tipo de escándalo explotado hasta la exasperación por sus beneficiarios. El caso Filesa, los GAL, el Prestige, la guerra de Irak, el atentado del 11-M, Gürtel, y la que ahora nos está cayendo son todos hitos de esta evolución anómala de nuestra democracia. Porque es ciertamente anómalo que el sistema no genere por sí mismo su alternancia en un aburrido recorrido por ciclos de cambio de la opinión y desgaste de los gobernantes, sino que recurra tan sistemáticamente al impulso externo emocional como único modo de evolucionar, y que ese impulso se materialice a través de los escándalos. Parece en este punto que nuestro sistema, por mucho que democrático y moderno, conserva rasgos típicos de las sociedades con culturas parroquiales o de súbditos que le precedieron, en las que la evolución iba pespunteada por súbitas crisis de indignación popular, fueran por la carestía de un producto, o por el hambre, o por un estallido ante un suceso puntual, seguidas de largos períodos de indiferencia y atonía.

¿Qué es un escándalo? Es un hecho bruto que, gracias a una conjunción favorable, logra ser manufacturado como un dato relevante, simbólicamente significativo e incluso conmocionante para la sociedad en su percepción de la realidad política. Tal conjunción requiere del trabajo de los medios de comunicación (selección e impregnación) por un lado, y de la adecuada receptividad por parte de la audiencia (concurrencia del momento y del sesgo cognitivo favorables). Hay muchos escándalos nonatos, o mierdas frustradas, bien porque los medios deciden no airearlos, bien porque no han ‘funcionado’ en la democracia de audiencia que habitamos. Esa ciudadanía que ha asumido el papel de público reacciona de manera muy desigual ante la tramoya de los actores y es altamente impredecible cuándo va a calentarse ante la obra puesta en escena y va a llegar a patear el suelo del teatro o incluso saltar al proscenio. En cualquier caso, los escándalos se crean como cualquier otra construcción social: aunque no nacen de la nada y por tanto precisan de un suelo fáctico bruto, son constructos manufacturados con imaginación, arte e intención. Y de ellos es de lo que el sistema se ha vuelto dependiente, los precisa de una manera patológica.

¿Consecuencias de esta dependencia? Se me ocurren varias. La primera, la de la baja calidad de la vida democrática y de su vivencia ciudadana, teñidas fuertemente por el infantilismo y el servilismo. La audiencia percibe la realidad y actúa a borbotones, en ciclos de excitación/depresión/indiferencia/explosión. De esta forma, es muy difícil diseñar y mantener esfuerzos sociales prolongados en el tiempo. La política se vuelve esclava del momento, sin pasado ni futuro. Y deudora de la emoción, no de la razón.

Por otra parte, los actores políticos adquieren una fuerte adicción al escándalo, una vez corroborado que es con él como las cosas cambian. Provocar y utilizar los escándalos pasa a ser función esencial de la oposición. Blindarse ante ellos la del Gobierno. El hecho concreto de que se trate pierde relevancia, lo importante es su halo escandaloso.

En una democracia, en principio, politizar un problema social es el método normal y adecuado para tomar conciencia de él, tratarlo y gestionarlo. Entre nosotros, sin embargo, ‘politizar’ significa ‘partitizar’, es decir, convertir la cuestión en munición mediática y electoral. Un problema concreto que no sea susceptible de esa reconversión es en general ignorado, gestionado burocráticamente y desdeñado por los medios. Es aburrido, tanto que el ciudadano le aplica esa máxima de que «la democracia consiste en no tener que preocuparse de la política». Aquel que puede ser convertido en escándalo, por el contrario, es magnificado hasta la exasperación, como si la vida nos fuera en su caso. Lo cual, entre otras cosas, garantiza con bastante certidumbre que no será resuelto. Porque una vez reconvertido en escándalo, el hecho bruto de que se trate (sea la corrupción, el comportamiento desviado, la ineficiencia o la equivocación) será tratado como tal: es decir, medio país clamará indignado, el otro medio se sentirá agredido, todos nos inflamaremos y dejaremos de pensar razonablemente. Las consecuencias se volverán altamente impredecibles pero, con seguridad, no incluirán la de que el problema subyacente sea encauzado. Los escándalos no sirven para eso.

He leído estos días una interesantísima obra de Anthony Flew (‘Dios existe’, Editorial Trotta), un prodigio de razonamiento pulcro que sólo se rinde a su propia lógica. Me hubiera gustado escribir sobre esa lógica y los pensamientos que suscita. En cambio (¡vaya cambio!) escribo sobre el uso político abusivo de la mierda. Dejo lo importante por lo sensacional. Sólo me consuela pensar que lo que me sucede a mí, les sucede a todos. Así nos va.

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 11/02/13