EL IMPARCIAL 12/11/13
JAVIER RUPÉREZ
A través de Linkedin me llegó hace unos días el mensaje de uno de mis corresponsales, Juan José González, informándome que el Doctor Juan Martínez López de Letona había fallecido hace un año, precisamente por estas fechas, añadiendo que seguramente me gustaría escribir algo en su memoria. No le tenía registrado yo en la mía y al preguntar al respecto me dijo Juan José que el doctor Letona, del que en efecto habían aparecido en diarios españoles algunas elogiosas necrológicas, había sido el director de los servicios de la Clínica Puerta de Hierro que amablemente me reconocieron el 12 de Diciembre de 1979, tras haber pasado un mes secuestrado por un comando de la banda terrorista ETA dirigido por Arnaldo Otegui. He consultado el informe clínico que efectivamente firma el Doctor Letona cuya lectura me ha llevado treinta y cuatro años atrás y a través del cual he podido reconocer, y ahora de nuevo agradecer, a los facultativos que entonces me atendieron con tanto interés como solicitud y entre los cuales, junto con Letona, debo también recordar al psiquiatra Doctor Padrón, que para mi tranquilidad certificó que mi “examen psicológico” era “normal”.
Haciendo gracia del recuento de leucocitos y del cómputo de la bilirrubina, no me resisto a reproducir algunos de los extremos del informe firmado por Letona, que comienza con una delicada perífrasis:” [Javier Rupérez] ingresa para realizarle una evaluación clínica después de haber estado recluido durante 31 días. Ha perdido unos 4 Kg, de peso durante ese tiempo. Ha permanecido constantemente con iluminación artificial y pérdida del ritmo nictameral, a lo cual atribuye ligera desorientación espacio-temporal. Tiene sensación de acorchamiento en pie derecho”. La exploración ofrece resultados normales en todos sus parámetros y el “Juicio Diagnóstico” se cierra con un contundente “no se objetiva ninguna patología orgánica”. Amigos, familiares, yo mismo recibimos el informe del doctor Letona con el alivio que puede imaginarse. También con la tristeza comparativa de saber que gran parte de los que habían conocido mí complicado viacrucis no habían tenido la misma oportunidad: gran parte de ellos, asesinados por los terroristas de turno, no podían ya contarlo. Y otros, aunque supervivientes a la terrible prueba, tampoco podían contarlo, al haber quedado sus constantes físicas o psicológicas gravemente afectadas. No he dejado de dar gracias a Dios por haberme permitido seguir viviendo mi vida entero y sin otras limitaciones que las propias de mi personalidad. Y no he dejado de pedir a Él por las víctimas que no han tenido esa suerte. Como tampoco he dejado de abominar nunca por los belcebúes asesinos, indeseables felones y sus cómplices que durante decenios ensangrentaron sin razón ni ley las tierras de España y que ahora pretenden integrarse en la normalidad cívica y política como si nada hubiera ocurrido y el tiempo les concediera victoria y razón.
Fui secuestrado hace exactamente 34 años, el 11 de Noviembre de 1979 y las palabras de recuerdo y agradecimiento que me merece el ahora desparecido Doctor Letona me inclinan con naturalidad a reflexionar sobre la evidente rabia y desesperanza que hoy mismo sufren las víctimas del terrorismo, doblemente castigadas en su sufrimiento por los incomprensibles meandros jurídicos que, vía Estrasburgo, permiten que asesinos múltiples puedan mercadear sus crímenes a un coste irrisorio e insultante. Y también por una cierta corriente neo cínica que, bien con origen en los medios nacionalistas del terrorismo vasco y conmilitones próximos, bien en las predominantes corrientes pragmáticas y acomodaticias instaladas antes y ahora en los pasillos del poder, estiman a las víctimas y sus reclamaciones como un obstáculo para construir “un futuro en paz”, ya que estarían guiadas por un deseo de venganza. De consolidarse esa siniestra tendencia, el terrorismo de ETA y sus aliados objetivos, los nacionalistas de todo cuño, obtendrían pacíficamente lo que las armas les ha negado: implantar en el País Vasco, Navarra y zonas aledañas un “relato” totalitario basado en la limpieza étnica y en la exclusión del diferente sobre el que construir la nunca renunciada aspiración independentista a la patria socialista y euskaldun. Ese día, digan lo que digan los palmeros habituales, ETA y los que activa o pasivamente apoyaron sus crímenes podrán cantar victoria.
Y es que no parece entenderse que, al reclamar justicia, las víctimas del terrorismo no tienen solamente en la cabeza y en el corazón un cómputo de los años servidos y por servir de los que les privaron de la vida o de la razón de sus seres queridos sino sobre todo el respeto a la integridad de la patria común de todos los españoles compuesta por ciudadanos libres e iguales, en aras de la cual cientos han muerto y miles andan irremediablemente heridos en el cuerpo o en el alma. Es esa lucha contra la inutilidad del sacrificio lo que moviliza lo mejor de sus afanes y lo más justo e impecable de sus reivindicaciones. Y esa profunda y muy respetable reivindicación, tanto que en su cumplimiento nos va el respeto que los españoles nos debemos a nosotros mismos, no se compadece fácilmente con abrazos, besos o manifestaciones retóricas de solidaridad. Necesita de una acción precisa y urgente en todos los frentes en los que se han movido y se siguen moviendo los terroristas y sus adláteres para despejar cualquier duda que pudiera arrojar sombras sobre los comportamientos de los rectores de la cosa pública española. Y eso exige que los terroristas cumplan sus condenas, aun a costa de ponerse colorados con Estrasburgo. Y eso exige disipar eficazmente cualquier intencionado rumor sobre la supuesta continuación de las nefandas políticas de compincheo con el terrorismo que llevó a cabo el zapaterismo del aciago septenato. Lo peor de la sentencia de Estrasburgo no ha sido tanto, con haberlo sido, sus aberrantes conclusiones sino la seguramente envenenada especie de que el Ejecutivo español la ha recibido procurando mirar para otro lado con un reprimido suspiro de alivio. Todos los españoles de bien, y desde luego las víctimas del terrorismo, tenemos derecho a exigir que ese mortal aleteo no sea otra cosa que supuraciones nacidas en las covachas de los asesinos.
Que este tardío homenaje a la memoria del gran profesional que fue el doctor Juan Martínez López de Letona, que una vez hace ya más de tres decenios atendió con afecto a una víctima del terrorismo, sirva para recordarnos las múltiples tareas pendientes para consolidar en España la paz, la libertad y la prosperidad que la democracia traen consigo. Precisamente lo que con tanta inquina como vesania procuraron eliminar los terroristas nacionalistas vascos de ETA.
Javier Rupérez, Embajador de España, es Miembro correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas