MIQUEL ESCUDERO-EL CORREO

No seamos ingenuos, la existencia humana está cuajada de graves contradicciones. Me voy a fijar en Fritz Haber, quien obtuvo el premio Nobel de Química en 1918. En el acta de entrega de aquella distinción, constan estas palabras: «En reconocimiento a sus grandes servicios a la solución del problema de combinar directamente nitrógeno atmosférico con hidrógeno (…), usted ha sido el primero en obtener una solución industrial y, por lo tanto, ha creado un medio importantísimo de mejorar los estándares de la agricultura y de bienestar de la Humanidad». Sus trabajos abrieron el paso a la fabricación a gran escala de abonos y fertilizantes hidrogenados y artificiales, con el consiguiente avance de la agricultura, que permitió un aumento de la población al facilitar su alimentación.

Aquel año acabó la sanguinaria Primera Guerra Mundial, empezada en 1914. Fritz Haber había participado en el diseño de las máscaras protectoras antigás. Pero a él se le atribuye haber convencido al Estado Mayor alemán del empleo de armas químicas, sorteando la legalidad internacional. Tras el primer ataque militar con gases tóxicos, que causó cinco mil muertos y no sé cuántos heridos, su esposa Clara Immewhar, doctora en Química, discutió duramente con él y se suicidó.

Fritz Haber había justificado así su labor destructiva: «En tiempo de paz, un científico pertenece al mundo, pero en tiempo de guerra pertenece a su país». Pero era judío y debió largarse de Alemania. Moriría en 1933, en Suiza. Sus logros facilitaron la producción del Zyclon B, que los nazis emplearon para las cámaras de gas de sus campos de exterminio.

Todo esto resulta muy amargo y pesaroso.