LUIS VENTOSO – ABC – 23/07/16
· Espectacular experimento en el mundo de la inmersión.
Durante tres días he convivido un poco con dos chavalines españoles de 10 y 8 años, niña y niño. Eran espabilados, de una evidente inteligencia, coñones y curiosos ante lo que iban viendo. Resultaban divertidos, un oasis, comparados con la introspección gusapera que atrofia a muchos adolescentes en la edad del pavo, que muestran una locuacidad y un interés por el mundo semejantes a los de un berberecho en aguas abisales.
Los niños eran de Bilbao, vecinos del centro, hijos de profesionales de clase media con buenos empleos. Comimos juntos en un inefable italiano, por apremio de los pequeños, pues no existe niño que no sea un poco yonqui de la pizza y los espaguetis. Con una extraversión espoleada por las birras Peroni, hablamos de todo. En un momento dado salió el tema del cole, si habían tenido buenas notas, si estaban contentos… Los padres presumieron de notazas y contaron también que el grueso de las asignaturas son en vasco, con el castellano reservado para un par de marías y la clase de lengua española.
En su casa, esos niños –como sus padres, abuelos, tíos y todos sus amigos– solo hablan en español, que es su primer idioma y en la práctica, el único. Pero los padres me explicaron, con tono nada feliz, que sus hijos tienen «el euskera como lengua vehicular en el cole». Es decir: desde primaria vienen recibiendo el grueso de su educación en vasco (idioma que en el recreo jamás emplean con sus compañeros). Y fue entonces –y que el PNV disculpe mi sacrilegio– cuando se me ocurrió acometer un sencillo experimento.
Le pregunté a la niña: «¿Cómo le dirías a esa camarera en euskera “quiero otra botella de agua”?». La pequeña resopló, puso cara de intensa concentración, y tras pensarlo un ratito, por fin consiguió decírmelo. Acto seguido, hice el test con el de 8 años: «¿Me puedes decir “la jarra está fría”?». El niño miró al techo, luego a sus pies y por fin se puso a jugar con un cochecito, su manera de desistir.
Sorprendido, les dije a los padres: «Están estudiando en un idioma que en realidad no saben hablar». Y ellos, con cara de resignación, me respondieron: «Así es. Y lo más asombroso es que encima sacan buenas notas, son unos héroes». Pregunté: «¿Por qué no los mandáis a un colegio de modelo acorde a su vida real, con dominio del español?». La respuesta fue desoladora: «Porque eso allí te estigmatiza, solo van los hijos de los inmigrantes suramericanos.
Tienen que aprender euskera a pelotas, porque la presión nacionalista es tremenda y se les pueden cerrar un montón de puertas laborales el día de mañana, sobre todo en la Administración». Farfullé mis quejas: «¿Y os parece bien? ¿Es razonable que no puedan estudiar en el idioma que en realidad hablan, siendo una lengua oficial y la mayoritaria, y cuando además en Bilbao no llegan al 8 por ciento los monohablantes en euskera?». Su contestación fue el triste retrato del país que hemos construido: «Pues claro que no nos parece bien. Nos parece una chaladura. Pero no podemos hacer nada». Y así se escribe la bonita historia de uno de nuestros grandes hitos culturales, la «inmersión lingüística». Y el que discrepe: «Facha».
Libertad y sentido común. Qué lujazos.
LUIS VENTOSO – ABC – 23/07/16