ARCADI ESPADA-El Mundo

Estos días han pasado por el Tribunal personas vinculadas con la realización y la distribución de la propaganda del referéndum. Algunos de los interrogatorios han tenido un aire embozado puramente mortadelo. Se respiró el aire de un crimen cuando el directivo de una empresa de mensajería contó que lo citaron en el bar de un polígono y un hombre y una mujer «bajaron de una furgoneta blanca» y le pasaron el trabajo.

Entre los personajes inolvidables ha estado Untal Toni, nombre y apellido, que se reunía con algunos de los testigos para que distribuyera cartas o preparara la cartelería. La Fiscalía, e incluso yo mismo, tiene la convicción de que Untal Toni es Molons, que entonces era secretario de Difusión y Atención Ciudadana de la Generalidad. Sus precauciones tenían, ¡y tienen!, su fondo: evitar que la Generalidad responda por la malversación de caudales públicos.

El directivo de la empresa de mensajería dio una explicación arquetípica del porqué aceptó el trabajo: «Venía de parte de la Generalitat y en nuestra situación de concurso de acreedores tampoco estábamos en condiciones de decir a un cliente con ese volumen de facturación que no le atendíamos». Es probable que en su caso las razones económicas fueron las más poderosas; pero ni siquiera en él puede obviarse el rastro de la intimidación.

En principio se debe a una cuestión de volumen: Cataluña es demasiado pequeña para el peso que tiene en ella la Generalidad. Al peso económico se añade el peso moral. El nacionalismo no es una ideología convencional. El nacionalismo no discute: distribuye contraseñas. Es difícil prosperar allí sin tener password. Los pequeños empresarios y profesionales lo han demostrado con más o menos pudor. La mayoría de ellos aceptaron trabajar por el referéndum en unas condiciones que, aparte de irregulares, rozaban el surrealismo. Lo hicieron por el dinero; pero también cobijados porque la más potente expendeduría de credenciales morales era la misma que le encargaba los trabajos.

El juez Llarena, en su auto de procesamiento, distingue bien entre violencia e intimidación, a propósito de los hechos del departamento de Economía. Aunque creo que el razonamiento mejoraría de proyectarse sobre el 1 de octubre. La habilidad propagandística nacionalista no solo convirtió cuatro porrazos en una masacre, sino que usó la fuerza de la Policía para encubrir la previa, esencial e indiscutible violencia de la multitud que trataba de impedir el cumplimiento de una orden judicial. Precisa Llarena, en fin, que «la intimidación supone una lesión de la capacidad de decisión» frente a «la restricción de la capacidad de actuación» que supone el hecho violento.

El carácter intimidatorio del nacionalismo se aprecia en el juicio y en mucho de lo que sucede desde hace años en Cataluña. Pero pocas pruebas más rigurosas que la ocupación con lazos amarillos de los edificios públicos que el requerimiento de la Junta Electoral ha vuelto a poner en evidencia. Sería humillante tener que explicar por qué la obligatoria neutralidad icónica de un edificio público solo es la correlación de la obligatoria neutralidad de la función pública.

Más práctico es observar hasta qué nivel ha llegado la intimidación de la peste amarilla. Si ahora interviene la Junta Electoral en el asunto es porque la Fiscalía nunca lo consideró pertinente. Pero ¡quia Fiscalía! En plena vigencia del 155, y estando esos muros en las manos de la autoridad democrática, el gobierno del Estado fue incapaz de devolverlos a la neutralidad. El problema de la Fiscalía y el problema del Gobierno solo era uno: la incapacidad de entender que la ofensa amarilla contra el Estado es también un intento de estrangulamiento de la mitad de la población de Cataluña.

El juicio avanza tratando de establecer hasta qué punto la violencia fue parte consustancial del Proceso. Es lógico, porque el factor V decidirá la cuantía de las penas. Pero una cosa es lo que el juicio decide y otra lo que muestra cada día, incluso descarnadamente. Esta capacidad de intimidación de un sistema político sobre sus propios ciudadanos. Este insidioso abuso de legitimidad, el más dañino entre los de su clase.