José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Romper con Vox en Castilla y León y advertir de que en el futuro los de Abascal no accederán al Gobierno son variables necesarias para que el PP gane las elecciones
El partido extremista Demócratas de Suecia, aunque lideró la conjunción de las derechas de aquel país que ganó las elecciones el 11 de septiembre pasado (176 escaños frente a los 173 de la izquierda), no ha entrado en el Gobierno sueco. De los 176 escaños obtenidos por el Partido Moderado, el Democratacristiano y el Liberal, 73 corresponden a DS, liderado por Jimmi Akesson, segunda fuerza política del país, que, inicialmente, aspiraba incluso a la presidencia del Gobierno para la que ha sido investido el conservador Ulf Kristersson.
Akesson ha sido persuadido por sus compañeros de coalición electoral para que apoye la gobernabilidad, pero que no acceda al Gobierno. Y así ha sido, porque, de lo contrario, una organización xenófoba y ultranacionalista se habría incorporado al sistema institucional de un país que ha venido siendo la referencia de la socialdemocracia, por una parte, y del estado de bienestar, por otra. Akesson es, salvando las distancias, el Abascal sueco, y Demócratas de Suecia, el Vox patrio.
El PP cometió un grave error al pactar en Castilla y León, tras las elecciones anticipadas del 13 de febrero pasado, un Gobierno de coalición con Vox. Los conservadores obtuvieron 31 escaños de 81 procuradores en las Cortes autonómicas y Vox 13. Al error de precipitar el fin de la legislatura, rompiendo de manera torticera con Ciudadanos, que había sido un socio leal, el presidente Fernández Mañueco, en una fulminante negociación, tomó la decisión de coaligarse con Vox, entregarle la vicepresidencia del Ejecutivo autonómico, tres consejerías y la presidencia de las Cortes castellanoleonesas.
Se traspasó así una línea roja: franquear a la derecha radical la entrada en las instituciones. Se dirá que no había otra opción. No es cierto, la había: resistirse, hasta, incluso, convocar otras elecciones. El joven, atolondrado, radical e inexperto vicepresidente del Gobierno con sede en Valladolid, Juan García-Gallardo, que no ostenta la titularidad de cartera alguna, no hace otra cosa que mostrarse incontinente verbal poniendo en dificultades a un difuminado Fernández Mañueco, que es el barón popular con menos predicamento en el partido y que con su doble error —anticipar las elecciones y coaligarse con Vox— es ya un político amortizado.
Si Núñez Feijóo quiere ampliar sus expectativas en las próximas elecciones generales —las encuestas atribuyen al PP una horquilla insuficiente para gobernar en solitario—, bien podría deshacer el entuerto de Castilla y León —o sea, romper la coalición con Vox— y presentarse con la credencial de que, aunque necesite completar la mayoría con los escaños de Abascal, toma nota de la prescripción sueca y dejaría a los radicales en lo que los italianos denominan el ‘sottogoverno’, una expresión de no fácil traslación al castellano. Podría traducirse como el ‘subgobierno’, que consistiría en un apoyo externo al Ejecutivo, algunos cargos de segundo orden, pero en ningún caso con capacidad ejecutiva de decisión institucional.
Los Demócratas de Suecia han firmado con los moderados, los cristianodemócratas y los liberales un pacto de gobierno de más de 60 folios tras varias semanas de negociación. Pero los partidos de centro derecha han logrado limar las pretensiones más extremas de Akesson y han configurado una legislatura con objetivos razonables. Ahora hay que ver si esta iniciativa funciona o se frustra, pero constituye por sí misma un referente que en el caso español podría ser de gran utilidad al PP, que debería dejar claro a Vox que su colaboración, de ser necesaria, como apuntan las encuestas, se limitaría al ‘sottogoverno’, pero nada más. Y si ese rol no lo quiere asumir, que cargue con la responsabilidad de que el PSOE se mantenga en el poder con la izquierda extrema y los independentismos y nacionalismos.
O los populares enfrentan a la realidad a Vox, o el partido de Abascal puede resultar insoportablemente condicionante en un futuro próximo. Por lo tanto, si Vox, en función de los resultados que obtenga, es inevitable para el PP, que lo sea a la sueca, o, en otras palabras, al modo en que DS lo ha sido para los partidos de centro derecha en Suecia. Cierto es que los llamados ‘cordones sanitarios’ han pasado a la historia. En donde estuvieron vigentes, estimularon el victimismo. Es característica habitual en el electorado que respalda a fuerzas extremas no sentirse concernido por la descalificación sistemática. Deben ser los conservadores los que marquen las grandes diferencias entre la significación política de la templanza —que no es debilidad— y el radicalismo —que es emocional y que alienta inercias autoritarias—.
Vox ha experimentado una auténtica involución. Se pudo comprobar en su última y estrambótica concentración del pasado día 8 (Viva 22), en la que participó telemáticamente Donald Trump, al que en Estados Unidos se considera el responsable por inducción de esa barbarie antidemocrática que fue el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2020. Con un partido que profesa esas amistades peligrosas, el PP debe tomar todas las precauciones posibles, distanciarse, desesperanzarlo y combatirlo.
Quizás en el caletre de Pedro Sánchez estuviera, en abril de 2019, poder prescindir de la coalición de gobierno con Unidas Podemos y, simplemente, dejarlos en el ‘sottogoverno’. Fracasó y esa está siendo su perdición electoral. Pues bien: la receta sueca ha sabido combinar la sustitución de la socialdemocracia por un centro derecha que no ha aupado a las instituciones a la derecha extrema. Una lección.