Un verano raro

Por favor, no nos devuelvan a depresiones históricas como la de la generación del 98, que nos ponemos trascendentes y luego acaban como acaban. La segunda mitad del siglo XX fue buena para el españolito, supimos aguantar, «resistir es vencer», porque al final ganamos. No hay depresión, es la de ellos. Nos conformamos con tintorro con sifón.
Coincidirán conmigo, ahora que volvemos al trabajo, en que ha sido un verano raro. La primavera vino tarde y lluviosa y nos lo dejó esplendoroso y bien humedecido, pues apenas ha habido incendios. No ha tenido este verano como en otras ocasiones referencias para el recuerdo, no ha habido canción del verano, quizás porque fue canción de primavera la astracanada que nos dejó Chiquilicuatre y las discográficas no se arriesgaron a sacar otra. La agitación política de nuestras calles casi ha desaparecido, no ha habido afortunadamente funerales por concejales asesinados, aunque el desgraciado accidente de Barajas nos obligó a echar la mirada allí, interrumpiéndonos la olimpiada de Pekín, alterando un poco lo que nos programaron. Y, además, sin que las hojas secas nos recuerden el fin del estío, pues todavía no se caen, sin que haya masiva publicidad en la tele de colecciones de fascículos, sin anuncio del Plan Ibarretxe, nos encontramos de nuevo en el tajo tras este verano raro. Es posible que la depre haya hecho su entrada por todo lo alto, o que lo realmente determinante en nuestras vidas no fuera en esta ocasión el verano sino la primavera.

Estamos acostumbrados a ver que las cosas ya no son lo que eran; ya ni siquiera las estaciones lo son, quizás porque los que marcan nuestro reloj vital, los vendedores de esta sociedad de consumo, se han asustado. No nos ofrecen tantas cosas para comprar, la publicidad no es como a la vuelta del verano pasado. Por el contrario, cuando nos ofrecen algo, ellos, los que nos sacaban el dinero que no teníamos, son segundas marcas, productos blancos; ni siquiera sabemos si va a venir el Oriente a unos grandes almacenes, que todavía no sé para qué venía. Ni se publicitan juguetes de consolación para los niños ante su vuelta a clase.

Nos ofrecen hasta coches más baratos. Eran ellos, son ellos, los vendedores, los que nos producen la depresión. Porque al fin y al cabo, quitando estos últimos años, que han producido una generación bastante consentida, los ciudadanos de a pie nos hemos arreglado con cualquier cosa. Éramos duros, berroqueños, hasta estábamos eufóricos cuando vivíamos en la depresión, pues de ella no salíamos. Sin Lexus, ni Audi, sin güisqui, sin viajes a Cancún, que íbamos en el Vascongado, abarrotado en olor a multitud proletaria, a la playa de Deba y bebíamos valdepeñas con sifón. Si somos de hierro, hombre. A los que hay que animar es a los chavales, de paso a algún vendedor. A nosotros nos las han dado hasta en el paladar y aquí estamos.

Sigamos, pues, la consigna de la Liga de Fútbol, que se nos ha puesto áulica después del ramplón «a por ellos». Lo importante es el camino, no importa la meta, que más o menos era lo que decía Machado y cantaba Serrat, no hay camino, se hace camino al andar. Pero, por favor, no nos devuelvan a depresiones históricas como la de la generación del 98, que nos ponemos trascendentes y luego acaban como acaban. El siglo XX en su segunda mitad fue un buen siglo para el españolito, supimos aguantar, aquello sí que fue «resistir es vencer», porque al final ganamos. No hay depresión, la depresión es la de ellos. Nos conformamos con tintorro con sifón.

Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 2/9/2008