Una agonía que el grupo armado intenta prolongar

La renuncia de ETA a la lucha armada ha sido el más explícito y contundente de sus numerosos ensayos anteriores de treguas en medio siglo de historia. Sin embargo, la falta de indicios claros sobre un inminente adiós de ETA decepcionó profundamente.

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La renuncia de ETA a la lucha armada ha sido el más explícito y contundente de sus numerosos ensayos anteriores de treguas en medio siglo de historia.

Sin embargo, y a pesar de que la agonía de la organización terrorista se hace cada vez más difícil de disimular, la falta de indicios claros sobre un inminente adiós de ETA decepcionó profundamente a quienes esperaban, al fin, una buena noticia entre la catarata de frustraciones que ha caracterizado a los últimos dos años de la historia política española.

No obstante, el comunicado etarra contiene elementos inéditos que ni los más pesimistas sobre la veracidad de las intenciones de sus autores podrían ocultar.

El primero de estos puntos que convoca a la esperanza del fin de la violencia armada tiene que ver con la declarada promesa de ETA de llevar a cabo de inmediato un alto el fuego permanente y de carácter general, con la posibilidad de que el gesto de los terroristas pueda ser verificado por la comunidad internacional.

A pesar de que esa propuesta fue rechazada anoche por el propio presidente José Luis Rodríguez Zapatero, el hecho de que el siempre escurridizo comando armado acepte la intromisión en su seno y en sus acciones de observadores de Europa y el mundo ya apunta a un cambio histórico de estrategia, aunque más no sea la de ensayar el manotazo de ahogado para rescatar de la prohibición y del olvido a Batasuna y a sus aliados políticos de la izquierda radical independentista.

La segunda mención sin precedente en el comunicado del grupo terrorista es la que alude a un «compromiso firme» de la organización con «un proceso de solución definitivo» y, al mismo tiempo, con el «final de la confrontación armada».

Pero la potencia de estas palabras, que impulsaron ayer titulares casi festivos en los noticieros de televisión y en las ediciones digitales de los diarios españoles no esconde, todavía, el carácter de renuncia unilateral e incondicional que tanto el Palacio de la Moncloa como los partidos políticos y la gran mayoría de la sociedad esperaban.

Este nuevo alto el fuego, el más resonante desde el anuncio de la gran tregua de 2006 -que caducaría en sólo nueve meses con la detonación de una bomba en el aeropuerto madrileño de Barajas y la muerte de dos personas- tiene, sin embargo, un fuerte aliciente para creer en su prometida esterilización.

Impopularidad

Y ese espaldarazo no es otro que el del paso del tiempo y de la historia: tras los cuatro años que siguieron a aquella traición, su impopularidad no dejó de crecer, en especial en el País Vasco, que le dio la espalda a una organización terrorista que, además, comenzó a sufrir una serie sin precedente de descabezamientos, arrestos, golpes y deserciones en España y en Francia.

Como nunca antes había sucedido, las noticias sobre sus cada vez más frecuentes caídas en operativos de la policía de ambos países superaron ampliamente a las que daban cuenta de sus asesinatos. Ese balance en rojo -pero no ya de sangre- también ha contribuido a enmohecer sus tristes pergaminos con los nombres de más de 800 víctimas fatales de las que siempre se vanagloriaron, con el cruento asesinato, en 1973, del delfín del dictador Francisco Franco, Luis Carrero Blanco, a la cabeza de todos ellos.

Aquella peregrina pretensión de cambiar el rumbo de la historia fue también, en el comunicado de ayer, el que perturbó a toda la clase política española, que, a excepción de los partidos vascos más radicalizados, sólo añoraba desde hace meses la disolución de la agrupación armada.

Pero ETA nunca se caracterizó, precisamente, por la propensión a las concesiones ni por la diplomacia. Y mucho menos, por la democracia, que en sus últimos comunicados -y el de ayer no fue la excepción- no deja de evocar.

«Hacemos un llamamiento a las autoridades de España y Francia para que abandonen para siempre las medidas represivas y la negación de Euskal Herria [el País Vasco]», exige, a cambio de deponer sus armas, el comando, no sin antes haber reclamado la autodeterminación y la independencia, dos demandas para nada consideradas ni por la Constitución nacional de 1978, ni por la realidad política y social de España.

Adrián Sack, La Nación (Argentina), 11/1/2011