Fernando de Querolt-El País
Tras una gestión desastrosa del ‘procés’, y una factura muy pesada, sobran las razones para el desengaño en Cataluña
La emoción es más fuerte que la razón, porque es fácil para la primera controlar la reflexión, y en cambio es muy difícil que el pensamiento racional controle la emoción”. El neurocientífico Joseph Ledoux es uno de tantos expertos que se empeñan en abrirnos los ojos: la especie humana no es tan racional como presume. Lo que hacemos más a menudo es construir argumentos ex profeso para justificar lo que nos está dictando nuestro yo más visceral.
El nacionalismo catalán apuesta toda la campaña del 21D a la carta emocional. Porque, se mire como se mire, la gestión del procés ha sido un desastre. Lo tienen que ver, si se atienen a los hechos, hasta los más incondicionales. La riqueza de los catalanes, sus empleos, los ingresos de los negocios, su prestigio en el mundo están acusando ya un deterioro que puede continuar o agravarse. La concordia está hecha trizas. Las instituciones autonómicas, intervenidas o paralizadas. Y, sin embargo, el centro del debate político no es cómo recuperar la normalidad institucional, social y económica, cómo salvar la convivencia frágil de una sociedad con distintas sensibilidades hacia lo nacional, no, no se habla de esto, al menos no en el bando de los que quieren rentabilizar el sentimiento de humillación. Tratan de poner todo el foco en el artículo 155, la persecución judicial, resucitan el fantasma de Franco, cultivan la división social. Manda lo identitario: nosotros contra ellos.
Si tuviéramos un debate racional y sereno, hasta los más nacionalistas estarían pidiendo explicaciones a unos líderes que en nombre de la patria les han llevado a este precipicio. No se entiende la indulgencia con quienes mentían cuando les hacían creer que la república estaba al alcance de la mano, que se puede burlar el Estado de derecho, que la vía unilateral llevaba a algún sitio idílico, que de un día a otro Europa les reconocería y nadarían en prosperidad. Son las bases nacionalistas, aquellos que han participado ilusionados en las Diadas o se han llevado algún porrazo el 1-O, los que tendrían más motivos para el desencanto. Pero hay un factor emocional que provoca el efecto contrario: los dirigentes que han demostrado su incapacidad son encarcelados o están fugitivos, y eso no ha generado disturbios como se temía en un principio, pero sí un sentimiento de solidaridad, de repliegue, de reacción frente al agravio, de adhesión a la tribu en la derrota.
El fenómeno es comprensible. Entra dentro de lo previsto. No tanto algunas de sus derivadas. Resulta que la campaña esté beneficiando más a Puigdemont, que escapó a Bruselas para no correr la misma suerte que los suyos, que a Junqueras, un mártir más creíble, quien sigue entre rejas porque no renegó de su plan ante el tribunal tanto como Forcadell o Romeva, por poner dos ejemplos.
El acelerón hacia la independencia de los meses de septiembre y octubre (las dos leyes de desconexión, el referéndum y la declaración unilateral de independencia) deja un balance indiscutible: fracaso rotundo. Proclamaron una república que nadie ha reconocido, y que ni siquiera ellos debían creerse del todo, porque para el día siguiente no tenían preparado nada. Que salgan diciendo ahora (ante los jueces) que la declaración de independencia era “simbólica” es el colmo del cinismo. Nadie puede considerar un mero gesto esa Constitución provisional y chapucera llamada Ley de Transitoriedad, que se aprobó de madrugada en desafío frontal y expreso a toda la legalidad española y catalana. Cuando debían ser consecuentes con ella y aplicarla de verdad (algo muy serio: tomar las fronteras, los aeropuertos y puertos, los cuarteles) les entró el temblor de piernas. Echa la foto de la DUI, se quedaron esperando a ver qué hacía el Estado. Que hizo lo único que podía hacer a esas alturas. Activar el 155. De la forma menos traumática posible: llamando a las urnas de inmediato.
Pasado un tiempo desde los desafortunados (y manipulados) incidentes del 1-O, el relato del Estado opresor no se sostiene. No ha sido por el 155 por lo que han entrado en prisión los exmiembros del Govern, sino porque el Tribunal Supremo (y antes la Audiencia Nacional) ve delitos graves en sus actuaciones contra el orden constitucional. Su suerte habría sido la misma si no hubieran sido destituidos, porque su aforamiento no les habría librado del Supremo. Tampoco ha sido el 155 lo que ha obligado a devolver las obras de arte del Tesoro de Sijena: ha sido una resolución judicial la que lo ha establecido, y su ejecución sí es firme, aunque quepa recurso. La misma justicia que ha fallado contra el museo de Lleida es la que ordenó hace años llevar a Barcelona los papeles de Salamanca tras una polémica similar. El Estado de derecho es eso, señores.