Carlos Martínez Gorriarán, carlosmartinezgorriaran.net, 19/10/11
La teoría de la democracia no es tan complicada: la complejidad queda para el día a día de su práctica. Uno de los principios básicos de la democracia es que las leyes son iguales para todos y de obligado cumplimiento. Y uno de sus problemas es que la democracia debe funcionar incluyendo en sus instituciones a organizaciones que desprecian olímpicamente ese principio y hacen como si las leyes fueran relativas y la igualdad un sueño. Esto convierte en una lucha interminable el imperio igualitario de la ley, desafiado –muchas veces con éxito- por delincuentes, políticos y jueces corruptos e instituciones ineficaces. Dicho de otra manera: no basta con proclamar un régimen democrático ni con aprobar leyes constitucionales decentes, porque serán desafiadas cada día no sólo por transgresores particulares, sino –lo que es peor- por quienes están encargados de velar porque se cumplan: cargos públicos, magistrados y policías. O, en el nivel ético y formativo, por periodistas, profesores y similares. Luchar contra esa corrupción torticera de las leyes convierte a la democracia en una lucha incesante por la igualdad y la libertad, basadas en las leyes y su riguroso cumplimiento.
Acabamos de ver otro ejemplo –el enésimo- de la delicuescencia de la igualdad jurídica cuando los encargados de garantizarla son, precisamente, los primeros que la traicionan: la Conferencia por la Paz del 17 de octubre en San Sebastián. Un paripé cuyo objetivo no era otro que lograr el enésimo trazado de una “pista de aterrizaje” para ETA, o lo que es lo mismo, dar a la banda terrorista la posibilidad de hacerse honorable sin disolverse, renunciar a sus fines ni arrepentirse de su historia criminal. Propósito con un precio evidente: un grave destrozo de principios como la igualdad jurídica. Porque si a los terroristas no se les exige renunciar a serlo de facto y de intención para volver a la comunidad politica, salta por los aires la legalidad que prohíbe el terrorismo y protege a sus víctimas potenciales y reales. La violencia privada se impone al derecho y al monopolio estatal de la violencia legítima. O sea, ETA gana y la democracia pierde. Eso es lo que ha ocurrido en la sedicente “Conferencia de Paz”, firma de una paz que sigue a una guerra que nunca existió (salvo, quizás, el episodio terrorista del GAL organizado por un Gobierno de uno de los partidos anfitriones del escarnio, el PSOE).
La Conferencia de Paz ni siquiera tiene el beneficio de la novedad. Siempre ha estado en el imaginario y el proyecto político de ETA, porque materializaba su delirante imagen de una guerra de ETA-Euskalherria con España-Francia. La novedad ha sido otra: que ETA sí estaba policial y judicialmente derrotada. Desde hace unos años sus comandos no podían moverse –ni por tanto atentar- sin ser detenidos más pronto que tarde. Sus almacenes, pisos francos y aparato logísticos eran desmantelados con una periodicidad casi aburrida. Su desprestigio social subía como la espuma. Sus partidos políticos, ilegalizados uno tras otro con el beneplácito de la Justicia Europea. Y la responsabilidad de estos éxitos correspondía a las Fuerzas de Seguridad del Estado (con la colaboración francesa), a las movilizaciones sociales masivas contra ETA organizadas por colectivos como Basta Ya (ahora denostados u olvidados), y al trabajo jurídico del Parlamento que dio como resultado el efímero Pacto por las Libertades y Contra el Terrorismo, y la ahora congelada (por el politizado Tribunal Constitucional) Ley de Partidos.
Hace pocos años todo permitía prever que el fin de ETA se conseguiría no por alambicadas o brutales concesiones imposibles, sino por esa derrota policial y política que los partidarios irredentos del “diálogo” y la “negociación” llevaban lustros profetizando imposible. Los propios etarras habían interiorizado el desastre: veteranos dirigentes encarcelados llamaban a dejar las armas e intentar negociar la reinserción a cambio de una declaración de abandono, incluso pidiendo perdón a las víctimas. ¿Qué ha sucedido para que esa derrota policial y política se haya transformado en victoria política de los derrotados y en escarnio, como “enemigos de la paz”, de los que rechazamos el disparate?
Podríamos adentrarnos en un largo análisis del favorable cambio de expectativas, en lo referido a ETA y el nacionalismo, que supuso la irrupción en el Gobierno del inaudito Rodríguez Zapatero y su corte de los milagros políticos (PSOE, IU y nacionalistas, y el nutrido séquito de socios empresariales y palmeros mediáticos). Pero no es el momento: yendo un poco más al fondo de la cuestión, el problema era y es la pobre calidad de la democracia española.
Tenemos una democracia que se ha demostrado incapaz de resolver los retos más acuciantes y, a la vez, simples de afrontar en su momento de tener las convicciones e ideas necesarias. Entre estos se pueden enumerar la consecución de una justicia independiente, de una estructura estable y sostenible del Estado, de un tejido administrativo racional y eficiente, de un sistema financiero sano, de unas instituciones solventes. Hace dos o tres años también aparecía, casi residual y casi al final de la lista, el reto de acabar democráticamente con una ETA en sus peores horas. Parecía tan sencillo e inminente que la gente normal dejó de preocuparse.
Repasemos ahora la situación y el encaje del salto mortal perpetrado con ETA en este proceso degenerativo: en vez de justicia independiente, tenemos una administración ineficaz e intervenida por los partidos políticos, hasta el grado máximo en el Tribunal Constitucional (pieza maestra del proceso tras legalizar a Bildu invadiendo competencias del Supremo); en lugar de un Estado sostenible, el de las Autonomías es un frankenstein aturdido que ha dado bandazos y palos de ciego en la peor crisis político-financiera de la época, en buena parte consecuencia de su ineficacia; no hay un sector financiero saneado, sino un conjunto de Cajas de Ahorros al borde de la quiebra, saqueadas por la mala gestión y apresuradamente privatizadas sin control ni explicaciones aceptables. Y así todo lo demás. Y bien, al final de esta cadena de irresponsabilidad y mal gobierno aparece, como no podía ser de otra manera, esta guinda: la conversión de la derrota policial de ETA en una victoria política. Sólo obedece a los intereses partidistas de un PSOE en caída libre que trata de seducir esgrimiendo el conejo de la Paz, y a la de un nacionalismo alarmado, que se sabía arrastrado a la deslegitimación general si ETA caía por la acción del Estado del derecho: es decir, de la democracia.
Que una serie de figurones internacionales, mediadores profesionales y fundaciones pacifistas extraviadas se presten a representar el papel de mamporreros de un trato con una ETA en tiempo de descuento, y que tal aberración se produzca entre un coro mediático y social de cánticos a la paz y siembra de pétalos amnésicos de adormidera, sólo puede comprenderse en una democracia perdida e impotente, que lo mismo es incapaz de impedir que unos cajistas sin escrúpulos arramplen con millones de euros de Cajas que han hundido, que de impedir en cambio que el proceso de fin del terrorismo nacionalista sin concesiones acabara su recorrido. No, ni una cosa ni otra. Tanto la ruina económica como la ético-política representada en la Conferencia de Capitulación con ETA tienen el mismo origen: una democracia que ha renunciado a resolver por sí misma sus problemas con sus instrumentos e instituciones.
Es la consecuencia del bipartidismo que reserva todo su ingenio para recortar el pluralismo político, ocultar sus maquinaciones en las instituciones y maquillas su pésima política con las más elevadas etiquetas. Como esa de traernos la Paz a nuestro pesar y con el agradecimiento (temporal y reversible) de nuestros verdugos. Pero que no se confíen: ha sido un episodio más de una historia que está lejos de terminar. Y seguramente de un modo peor que si se hubiera permitido al Estado de derecho actuar como estaba actuando. Es decir, dejando a la democracia que actúe de acuerdo con su naturaleza y finalidad: la igualdad jurídica y la libertad personal.
Carlos Martínez Gorriarán, carlosmartinezgorriaran.net, 19/10/11