Cristian Campos -El Español
Cuentan los argentinos que cuando Dios creó el mundo, decidió regalarle la Patagonia a Argentina para que los humanos disfrutaran de un paraíso en la Tierra.
Tan satisfecho quedó con el apaño que extendió luego el país un poco más, desde el Trópico de Capricornio hasta el Polo Sur, y le otorgó 5.000 kilómetros de costa. Luego añadió llanuras, montañas nevadas, desiertos, bosques y junglas tropicales.
Cuando le llegó el turno a Japón, Dios se dio cuenta de que se había quedado sin maravillas que repartir.
Así que a Japón le tocó una isla azotada por tsunamis, volcanes, inundaciones, tifones, ciclones y terremotos en medio de un océano inclemente. Una isla en la que sólo se cultivaría arroz y se comería pescado crudo, sin recursos naturales de importancia, encapsulada entre dos gigantes como Rusia y China, y en la que se hablaría un idioma endemoniado y casi imposible de memorizar sin volverse loco en el proceso.
Pero Dios tenía un as en la manga. Para compensar lo injusto del reparto, decidió llenar Argentina de argentinos y Japón, de japoneses.
«Y así fue como Dios nos jodió la puta vida», dicen los argentinos.
Siempre me acuerdo de esa historia cuando el PSOE, Podemos y los nacionalistas se arrancan a cornadas con la Constitución española.
Porque la Constitución española de 1978, la Argentina del constitucionalismo, es una pequeña joya jurídica en manos de neandertales del Estado de derecho.
La nuestra no es una Constitución bella ni original. No incluye ningún arranque de genio como ese «españoles de ambos hemisferios» de la Constitución de 1812. Tampoco aporta mayores hallazgos al Derecho Constitucional. Es una Constitución sobria, muy similar a la alemana de 1949 y la italiana de 1947, que evita cualquier tentación rupturista y se conforma con pasar desapercibida entre sus hermanas europeas.
Tan desapercibida pasa que, a diferencia de la alemana, conocida como ‘Constitución de Bonn’, o a diferencia de la de 1812, conocida como ‘la de Cádiz’, ni siquiera es citada como ‘Constitución de Madrid’, que sería lo lógico dado su origen. El objetivo, claro, es evitar que algún cateto de O Bolos del Chorihuelinho, Ulldepolls del Butifarró Gros o Mañarikúa del Garaigordobilaztetxe se sienta excluido y decida reventar el país tras enroscarse la boina en las meninges a martillazos.
En 1978, los padres de la Constitución comprendieron que su responsabilidad histórica no era inventarse un país nuevo cebado de ideología que enfrentara de nuevo a la mitad de los españoles con la otra mitad, sino meter a España en Europa y a Europa en España.
Y por eso diseñaron una Carta Magna equilibrada, moderna e impecablemente neutral. Una Constitución lo suficientemente flexible en sus fragmentos coyunturales para permitir actualizaciones posteriores, pero también lo suficientemente sólida en sus fragmentos estructurales para evitar las tentaciones revolucionarias del salvapatrias de turno.
Una Constitución destinada a perdurar en el tiempo. Seria, aburrida y formal como un novio opositor a abogado del Estado. Una Constitución para suizos, alemanes y daneses.
Y luego, esa Constitución para suizos, alemanes y daneses se puso en manos del PSOE, de los comunistas y de los nacionalistas del PNV, de CiU y de ERC.
Y así fue como los padres de la Constitución nos jodieron la vida.
Ahora, cuarenta años después, esa Constitución diseñada para demócratas pasa entre risotadas de las manos de Pedro Sánchez a las de Pablo Iglesias, Arnaldo Otegi y Gabriel Rufián. Es como dejar al alcance de un grupo de adolescentes con las manos pringosas de ketchup el Códice Leicester de Leonardo da Vinci.
El gran error de los padres de la Constitución fue pensar que la Guerra Civil nos vacunó contra el guerracivilismo. Contra esa pulsión autoritaria que late en las tripas de muchos españoles y que tan bien entendió Francisco Franco.
¿Adónde se pensaron los padres de la Constitución que viajarían políticamente todos esos catalanes que en 1966 aclamaron al Caudillo durante su visita a la aldea de Berga? ¿Ese PNV que en los años 30 buscó el apoyo de Adolf Hitler para perder de vista a los maketos a los que Sabino Arana exigía ahogar «en un baño de sangre»? ¿Esa ERC que asesinó a 8.000 catalanes en 1936 y dio dos golpes de Estado contra la República?
¿A una España de las autonomías? ¿A una democracia parlamentaria de ciudadanos libres e iguales? ¿Al liberalismo, al humanismo, al positivismo? Dejen que me ría.
Pero a lo hecho, pecho. A toro pasado, cualquiera es capaz de comprender que la Constitución de 1978, pensada para ser disfrutada por los españoles del siglo XX, debería haber sido diseñada a prueba de los españoles del siglo XXI.
Ahora ya es tarde. El cambio de régimen está en marcha y es imparable. Con casi total seguridad, la democracia que disfrutarán nuestros hijos será una de esas con apellido. «Democracia popular», «democracia vertical» o «democracia igualitaria». Cualquier cosa menos democracia a secas.
Lástima. Lo conseguimos durante 40 años. Pero el PSOE, siempre el PSOE, el PSOE de siempre, ha aparecido de nuevo en escena.
Que nos quiten lo bailado, españoles. Tuvimos un país maravilloso. Pero Dios decidió compensar poblándolo de progresistas españoles.