IGNACIO CAMACHO-ABC
- La leyenda negra es una obra maestra de la propaganda cuyo mayor éxito consiste en su aceptación en la propia España
Más allá de la polémica sobre la espada de Bolívar –cómo le gusta un espadón a la izquierda, y mira que los sufrió hasta hace pocas décadas– hay una reflexión pendiente en la política española sobre la progresiva pérdida de influencia en casi toda Sudamérica, una comunidad donde nuestro país está malversando hasta el referente esencial de la lengua mientras permite por desidia, por apocamiento o por mala conciencia que se extienda una versión contemporánea de la Leyenda Negra. Ésta fue desde su creación hace medio milenio una obra maestra de la propaganda cuyo éxito más rotundo consiste en su aceptación en la propia España, que en vez de combatirla se ha dedicado a interiorizarla. La variante actual, surgida de la farsa indigenista de los populismos, está igual de desenfocada pero tampoco ha encontrado la necesaria refutación cultural, institucional y diplomática. Más bien ha sucedido lo contrario, una asunción vergonzante y no poco acomplejada que cuenta además con el refuerzo explícito de las franquicias bolivarianas.
La primera derrota fue, como siempre, nominalista. El término Hispanoamérica o Iberoamérica –que dado el ascendiente portugués en Brasil sería la forma más precisa– perdió a finales del siglo pasado la batalla contra el de América Latina. Sin ser incorrecta, esta denominación triunfante difuminaba en un marco más amplio el papel histórico de las dos naciones de la Península, y en todo caso se convirtió en el emblema lingüístico del movimiento anticolonialista. La cuestión habría sido irrelevante de no haber mediado por parte española una renuncia al liderazgo acrecentada por todos y cada uno de los gobiernos democráticos, más pendientes de las inversiones económicas y financieras que de los valores intangibles del legado. Esa dimisión ha facilitado a los emergentes partidos populistas y neocaciquiles el trabajo de rodear el prestigio de la herencia hispana con un halo antipático. Y tal vez sea ya tarde para remediarlo, al menos entre las nuevas generaciones crecidas, también en esta orilla, bajo un pensamiento dominante de revisionismo sesgado.
También hemos dilapidado el rol de puente con el escenario europeo. Y no es pequeño fracaso porque el abandono de esa posición de privilegio deja al subcontinente aislado del orden liberal moderno, a merced de una pléyade de regímenes que van del poscomunismo sectario a un autoritarismo vernáculo de rasgos pintorescos. En esa atmósfera de desistimiento, sólo la Corona ha cumplido con dignidad, y sobre todo con empeño, la misión constitucional de estrechar vínculos entre Estados y pueblos. El asunto de la espadita, en el que el Ejecutivo ha estado por una vez en su sitio, no tiene al respecto mayor recorrido que el de las quejas oportunistas de los habituales ‘ofendiditos’. Y por cierto, estando Bolívar por medio sería mejor obviar cualquier debate sobre genocidios.