Una efímera rebelión por la dignidad

LIBERTAD DIGITAL 06/07/17
CONSUELO ORDÓÑEZ

· El clamor contra los terroristas desbordó las calles. Nunca habíamos visto algo así. Nunca más lo volveríamos a ver.

Después de la liberación de José Antonio Ortega Lara, tras 532 días de tortura, ETA anunció que el precio sería alto. Lo hizo por boca del portavoz de la Mesa Nacional de Herri Batasuna, Floren Aoiz, que dijo en rueda de prensa que después de la «borrachera policial» llegaría la «resaca» si no había una «solución política». Tal afirmación, que en realidad constituía una amenaza en toda regla, se sumó al saco de desfachateces que en aquel tiempo los voceros de ETA podían proferir en calidad de miembros de partidos políticos legales con todos sus derechos reconocidos. Floren Aoiz estaba, cómo no, en lo cierto.

La noticia del secuestro de Miguel Ángel Blanco y el ultimátum que recayó sobre su vida no frenó a la izquierda abertzale, sino todo lo contrario. Mientras ayuntamientos de decenas de pueblos y ciudades del País Vasco convocaban concentraciones por la liberación del joven concejal, Herri Batasuna organizó manifestaciones en las tres capitales vascas y en Pamplona para pedir el acercamiento de los presos de ETA, precisamente la moneda de cambio que exigían los secuestradores de Miguel Ángel. Mientras varios centenares de vitorianos se concentraban pidiendo la libertad de Miguel Ángel, decenas de radicales trataron de reventar el acto a base de consignas escupidas a voz en grito. Mientras todos los partidos políticos se unían en bloque para suplicar que Miguel Ángel saliera vivo de aquel chantaje, los representantes de Herri Batasuna evitaron unirse a cualquier acto público, haciendo gala del silencio cómplice que les unía con ETA.

Aun así, la postura de Herri Batasuna no extrañó a nadie. En aquellos años reinaba la indignidad en el País Vasco: los portavoces de ETA campaban a sus anchas en nuestras instituciones y la mayoría de los ciudadanos, de mis conciudadanos, miraban para otro lado, bien por miedo, bien por comodidad, bien por connivencia. Aquella espiral de indignidad se rompió con el secuestro de Miguel Ángel. De repente, y sin previo aviso, miles de personas salieron a la calle. San Sebastián, escenario semanal de concentraciones minoritarias y aisladas, se convirtió en un mar de actos de protesta. También por primera vez los radicales, en lugar de someternos a sus ya habituales contramanifestaciones, en las que pedían que nos mataran, decidieron permanecer en sus madrigueras. La abrumadora respuesta social los dejó en casa. Mi hermano Gregorio lo repitió hasta la saciedad durante su etapa en el Ayuntamiento de San Sebastián: «Derrotaremos a ETA cuando la aislemos social y políticamente». Para eso los ciudadanos tenían que salir a la calle en masa. Gregorio no pudo verlo: ETA lo había asesinado dos años y medio antes.

De haber estado vivo, habría presenciado escenas inéditas, como cuando miles de donostiarras acudimos ante la catedral del Buen Pastor y, antes de que se desenrollara la pancarta que debía presidir el acto, empezamos a gritar consignas contra ETA: «Asesinos», «Nunca más», «Vascos sí, ETA no». O como cuando los asistentes decidimos quedarnos aunque el acto ya se había dado por concluido porque la rabia y la esperanza nos impedían volver a casa como si nada estuviera ocurriendo. O como cuando un grupo de manifestantes se dirigió a la sede de Herri Batasuna en la calle Urbieta y algunos lanzaron tres docenas de huevos contra la fachada. «No son vascos, son hijos de puta», «Dónde están, no se ven, los cojones de HB», «ETA, HB la misma mierda es». En los gritos se plasmaba la verdadera rebelión de la dignidad que vivimos en aquellos fatídicos días. Por fin los ciudadanos pedían en masa lo que hasta entonces sólo unos cuantos exigíamos: que cesara el chantaje terrorista y que se frenara a su brazo político.

En una de esas concentraciones supe que los terroristas habían dejado malherido a Miguel Ángel. Intuía el drama que la familia estaba viviendo y decidí acercarme al hospital Nuestra Señora de Aránzazu. Allí me encontré con su hermana Marimar. Fuera, los amigos de Miguel Ángel esperaban el desenlace. En unas horas se confirmó que la amenaza de ETA se había hecho realidad, y el clamor contra los terroristas desbordó las calles. Nunca habíamos visto algo así. Nunca más lo volveríamos a ver.

Con Miguel Ángel de cuerpo presente, el nacionalismo vasco entonó su gran mentira. El lehendakari, José Antonio Ardanza, hizo durísimas declaraciones contra Herri Batasuna: acusó a sus miembros de «cómplices» del asesinato y dijo que eran «los verdugos de este país». Otro destacado líder del PNV, Iñaki Anasagasti, declaró: «Si a HB le parece bien este atentado, debe salir de la democracia». Y el Gobierno vasco en pleno, en un comunicado, señaló:


· Lo que estos días ha ocurrido y sigue ocurriendo es, más bien, la explosión de un sentimiento popular, largamente contenido, de hartazgo ante una situación absurda e insoportable que sólo ETA y HB han provocado y mantienen.

Todo, cada palabra de Ardanza, de Anasagasti y del Gobierno del PNV, todo, cayó en saco roto con la firma del Pacto de Estella. En él, PNV y HB se unían en pro del diálogo con ETA y para excluir a los partidos constitucionalistas. En enero de 1999, HB apoyó al PNV para aupar a Juan José Ibarretxe al sillón de lehendakari. Habían pasado 18 meses del asesinato de Miguel Ángel.

El Pacto de Estella fue el retrato de sí mismo que el PNV concedió a la sociedad vasca. Podría haber mantenido su discurso de firmeza, pero optó por poner la mesa de la negociación a ETA poco antes de que los terroristas anunciaran una tregua. Podría haber pactado con partidos que condenaran sin fisuras el terrorismo, pero prefirió hacerlo con quienes amparaban y promovían la violencia. Su reacción fue, sin duda, de miedo. La protesta ciudadana se les había escapado de las manos y decidieron, directamente, acallarla. Por eso siempre estaremos en deuda con ellos: les debemos que frenaran la mayor rebelión por la dignidad que el País Vasco viera nunca.

Lo que nos queda hoy es el símbolo de Miguel Ángel. El hecho de que buena parte de los españoles recuerde qué hacía o dónde estaba cuando ETA lo secuestró, y de que se emocione al ver las imágenes de lo ocurrido, es el mejor ejemplo de la trascendencia de su asesinato. Para muchos, nada volvió a ser igual después de aquellos días de julio.

En lo que a mí respecta, hay un hilo que siempre me unirá con Miguel Ángel Blanco y con su familia: Javier García Gaztelu, alias Txapote. Sobre este etarra recaen varias condenas de asesinato, incluidos el de Miguel Ángel y el de mi hermano. Txapote está en prisión desde 2001 y no ha dado muestras de que su postura se haya movido un ápice de los postulados que lo llevaron a salir a matar. Una parte de la sociedad vasca lo sigue viendo como un héroe. Ahí reside el principal reto al que los demócratas nos enfrentamos: escribir un relato del terrorismo en el que los asesinos no tengan otra categoría más que la de terroristas. En esa historia, Miguel Ángel siempre será, ni más ni menos, un símbolo de la libertad.