Alejo Vidal-Quadras, alejoresponde.com, 2/12/11
Los padres del proyecto de integración europea, hombres sabios, serenos y testigos de horrores sin medida, eran conscientes de la tremenda dificultad de la erección de una entidad jurídico-político-económica que uniese a países de lenguas, culturas, historias e intereses diversos e incluso antagónicos, pueblos de largas trayectorias de enfrentamientos y guerras, portadores de relatos en los que el villano de uno era el héroe del otro. El Estado-Nación, esa construcción de la modernidad, es un ser casi orgánico, terriblemente celoso de sus competencias y de su identidad, que se resiste con fiero instinto a ceder soberanía a niveles normativos y ejecutivos superiores. De ahí la recomendación resignada de los “pequeños pasos”, los meandros, los avances y los retrocesos, las crisis institucionales recurrentes, la decepción de la fallida Constitución y el traído y llevado déficit democrático. La presente situación límite, en la que unos cuantos Estados-Miembros se encuentran al borde de la quiebra y la moneda única en peligro de desaparecer, nos coloca de nuevo frente a la gran paradoja europea: un conjunto de Estados soberanos que renuncian a parte de su soberanía para someterse a leyes comunes y para hacer juntos cosas que benefician a todos sin por ello perder su personalidad histórica, su independencia y su capacidad de defender en último término lo que consideran el núcleo irrenunciable de sus propios objetivos y necesidades. Esta paradoja es de difícil superación y mantiene a la Unión en permanente y agónica tensión. Los ejemplos se multiplican. No es posible articular una zona monetaria óptima con una política monetaria común, un banco central común y una divisa común y a la vez dejar que cada uno campe por sus respetos en sus políticas económicas y fiscales. No es posible diseñar un mercado integrado de la energía sin disponer de las infraestructuras físicas que lo hagan posible y mientras las relaciones comerciales con suministradores externos sean puramente bilaterales y el mix energético de cada socio sea decidido prescindiendo por completo de los demás. No es posible afrontar los grandes problemas internacionales ni sentarse a negociar con las potencias regionales hegemónicas en forma de guirigay caótico de voces simultáneas y superpuestas debilitando hasta extremos ridículos los instrumentos comunes de acción exterior. Ante tanta contradicción y tanta ineficacia, clamamos ¡Más Europa! ¡Más Europa! entre miradas de reojo y codazos arteros. La conclusión es inevitable e ineludible: O estamos de verdad en el mismo portaviones y entonces hace falta un capitán, un rumbo y un destino que toda la tripulación acepte sin reservas o mejor una flota de ágiles corbetas en la que a quién Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Todas las solidaridades de hecho que se quieran, todas las loas al método comunitario que sean convenientes y toda la ingeniería constitucional que proceda, pero una Europa a medias no será nunca una Unión Europea. No se trata del maximalismo del todo o nada, se trata simplemente de consistencia, grandeza y visión. Y eso, se tiene o no se tiene. Si se tiene, no hay metas inalcanzables por ambiciosas que sean, si no se tiene, el fracaso queda garantizado.
Alejo Vidal-Quadras, alejoresponde.com, 2/12/11