JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • El Gobierno, por su composición y su soporte parlamentario, no es homologable con los países de referencia. Su gestión en la pandemia agrava el problema

De vez en cuando se escucha una pregunta retórica: «¿En qué situación estaríamos si no estuviéramos en la Unión Europea?». La respuesta parece bastante sencilla y la daba el exministro de Industria y Asuntos Exteriores Josep Piqué: habríamos entrado en suspensión de pagos y ahora, con suerte, estaríamos negociando con el FMI qué hacer con nuestra deuda. En una crisis como esta, España habría vuelto a la condición lamentable de un empobrecido país de posguerra.

Y sin embargo, a pesar de que Europa ha sido un anclaje de estabilidad política y económica insustituible, existe una evidencia creciente de que esos anclajes europeos se encuentran sometidos a una presión que los debilita y los pone en peligro. Dicho de otra manera, España se encuentra en pleno proceso de peligrosa divergencia respecto de lo que es y significa Europa.

En primer lugar, tenemos un Gobierno que por su composición y su soporte parlamentario no es homologable con los países de referencia. Su discurso populista y divisivo, bajo la influencia de Unidas Podemos, y su alianza ya estructural con independentistas catalanes, condicionada permanentemente por los compromisos con el PNV, han creado un verdadero problema de gobernanza democrática. Un problema que se agrava y se pone dramáticamente en evidencia con la gestión ausente de un Ejecutivo desaparecido en la ¿segunda? ola de la pandemia y la sensación de irrealidad de una gestión económica basada en un proyecto de Presupuestos Generales del Estado tan carentes de credibilidad como la logorrea de su autora.

En segundo lugar, lo que significa Europa como rasero de calidad democrática está siendo despreciado sin recato por un Gobierno que ha puesto en marcha una reforma indigerible de la elección del Consejo General del Poder Judicial y acaba de dictar un estado de alarma que no sólo elude el control de la máxima autoridad que queda investida con esos poderes especiales -el presidente del Gobierno-, sino que desapodera al Parlamento de su capacidad de decisión al transferirla de hecho al Consejo Interterritorial de Sanidad y a la Conferencia de Presidentes, que son los órganos designados para revisar la declaración de alarma.

El Gobierno y el Partido Socialista no son conscientes -o tal vez ahora sí- del impacto que ha supuesto una reforma legal oportunista, ‘a la polaca’, como la propuesta para la elección del CGPJ. Apenas unos días antes, el informe de la Comisión sobre Estado de Derecho en la Unión insistía en el riesgo de politización del CGPJ y apuntaba, además, a las relaciones entre la Fiscalía y el Gobierno como una cuestión claramente necesitada de mejora. Que la respuesta a estas serias observaciones de la Comisión haya sido una proposición que ignora olímpicamente la doctrina consolidada tanto de la Unión como del Consejo de Europa en esta materia no podía ser interpretado más que como un arrogante desafío del Gobierno español, ofuscado por sus afanes de ocupación de espacios de poder que deben permanecer en la independencia de los frenos y contrapesos de un sistema democrático.

En tercer lugar, un partido, Vox, que pugna por la primacía de la alternativa al Gobierno de Sánchez, pero condensa su desprecio hacia Europa -hacia la Europa realmente existente e institucionalizada en la Unión- con una insólita diatriba que, esa sí, causa perplejidad por su agresiva torpeza. Quien se ha postulado para presidente del Gobierno define a la UE como «un megaestado federal que se parece demasiado a la República Popular China, a la Unión Soviética o a la Europa soñada por Hitler», como «un vertedero multicultural» y una instancia política que «desvalija» a España, contraponiendo las bondades de Móstoles a la maldad de la maquinaria burocrática de Bruselas a modo de rúbrica castiza de su alegato.

Una visión de Europa que plantea un gran reto de valentía y claridad programática a esa derecha autodenominada «valiente» para que concluya su razonamiento, porque ¿quién quiere vivir en algo ni lejanamente cercano a la Europa soñada por Hitler? ¿A quién no le resultaría insoportable despertarse todos los días en un vertedero multicultural? ¿Quién, aparte de agricultores serviles o regiones colonizadas, podría aceptar esos fondos contaminados por la tiranía burocrática de Bruselas? Y, además, ¿de qué sirve que esta Europa sovietizada haya apoyado nuestra integridad territorial frente al desafío independentista catalán?