EL CORREO 11/11/14
ANTONIO ELORZA
Al correr de un zapping en los días anteriores al 9-N, sobrevolé una tertulia que estaba teniendo lugar en ‘24 horas’. Ni siquiera recuerdo los nombres, pero sí que un contertulio, al serle preguntado por lo que iba a pasar en Cataluña con la seudoconsulta, respondió que sería solo una farsa; la posición de otro de los participantes fue la contraria, viniendo a decir que estábamos ante una jornada decisiva. Probablemente ambos tenían razón. Desde un punto de vista, no solo jurídico, sino también de estimación democrática, el 9-N ha sido una farsa, pero al mismo tiempo sus efectos son innegables en cuanto al triunfo previsible de la estrategia de Mas. Y no solo eso, sino que la figura del president ha salido notoriamente reforzada. Mientras parecía vacilar, Jonqueras le comía el terreno; ahora que el engaño ha funcionado, su liderazgo es indiscutible.
¿Cómo ha podido suceder esto? Lo esencial es que Mas ha sabido llevar al presidente Rajoy de un lado para otro de la arena política, inutilizando los resultados positivos de la apelación a la ley por el Gobierno, hasta culminar la faena con su apoteosis. Mientras Rajoy confiaba en las negociaciones secretas para obtener que la Generalitat se desvinculase de la consulta, creyendo además haberlo conseguido, Mas asumía todo el protagonismo e incluso se permitía retar al Gobierno, desafiando a los fiscales al modo que el Duce lo hiciera en 1924 en el caso Mateotti: si hay delito, mía es toda la responsabilidad.
Ha quedado claro que en Cataluña ha mandado Mas, por encima de la ley, de las resoluciones del Constitucional y del Gobierno de España. Solo queda ahora extraer las consecuencias políticas de la ilegal victoria. Lo extraño de esta historia es que en los últimos dos años Mas ha repetido una trampa tras otra en sus relaciones con el Gobierno de Madrid, y Rajoy ha actuado estos días sin enterarse, con el ‘wishful thinking’ de que tiene ante sí un adversario honesto. Recuerdo aquella de la entrevista en que prometió a Rajoy que solo celebraría la consulta si esta era legal; legal, claro, exclusivamente desde su propia legalidad. El registrador de la propiedad se tragó los documentos falsificados –el ‘proceso participativo’– sin tener en cuenta la personalidad de quien los presentaba, avezado en los fraudes de ley.
En todo caso, ¿qué hubiera podido hacer sin recurrir al indeseable uso de la fuerza? Ciertamente, las posibilidades eran limitadas, pero la decisión del Constitucional abría un camino paralelo al de Mas. Si Homs declaraba que todo seguía adelante a pesar de la segunda suspensión, y los hechos vinieron a probarlo de inmediato, bastaba con activar a los fiscales, desde el fiscal general del Estado, para que interviniesen contra la desobediencia manifiesta, lo cual hubiera podido dar lugar al edificante espectáculo de los mossos d’escuadra impidiendo la celebración del seudoreferéndum. En todo caso, frente al desafío abierto contra la legalidad, era imprescindible la respuesta judicial en nombre de la Ley Fundamental: el Estado frente a la sedición. Sin que el Gobierno tuviera que intervenir como tal. Todo menos dejarse engañar y seguir luego tan satisfecho.
Por otra parte, Rajoy, y el reproche debiera volverse también hacia la mayoría de los defensores del orden constitucional, está olvidando a la parte importante de la población catalana cuyos derechos a verse defendidos como ciudadanos españoles –y catalanes según el Estatut– están siendo aplastados por la estrategia secesionista de la Generalitat. Eran mayoría hasta 2012, la mitad cuando la primera Diada, y una proporción digna de ser tenida en cuenta aun hoy, cuando la trampa entre las trampas de las dos preguntas de la ‘consulta’ está dirigida precisamente a su anulación política. No cuentan, como no cuenta la democracia para Mas, aun cuando se llene la boca de esa palabra, y el Gobierno español no tiene derecho a seguir pasivo ante su exclusión.
A la vista de lo ocurrido, hasta ayer mismo, tiene poco sentido volver a la obsesiva recomendación del ‘diálogo’. Mas tiene un solo objetivo, la celebración de un referéndum de independencia, controlado por la Generalitat, y que el Gobierno ha de aceptar, en nombre de la supuesta incompatibilidad entre ‘legalidad’ y ‘legitimidad’. Si algo ha probado Mas es su capacidad para practicar sin descanso un fraude a la ley y a la democracia, con tal de alcanzar su meta. De manera que si hay oferta de negociación, el Gobierno debe fijar de antemano el campo de juego con sus límites constitucionales. Mas lo rechazará: el enfrentamiento es inevitable. De moverse dentro de la ambigüedad, el enfrentamiento sería igualmente inevitable, y a la vista del 9-N, el juego limpio garantizaría la derrota.
Aunque el contenido ideológico sea evidentemente otro, estamos ante un proceso de conquista de la hegemonía desde el monopolio de la imagen y en la palabra, como el registrado en la Alemania de 1930. Sería un totalismo, un totalitarismo horizontal. Frente a ello, el Gobierno ha desistido de utilizar directa o indirectamente sus bazas, destacando que, más allá de la constitucionalidad, lo que está en juego es una defensa de la libertad de expresión y de los derechos políticos de los catalanes que la Generalitat conculca día a día desde 2012. Ante la consulta, ni siquiera pensaron en abrir el debate en los medios que incluyen todas las elecciones democráticas: Catalunya deviene así un mito al servicio de un nacionalismo de exclusión.
Por cierto, a todo esto, fuera del mantra del federalismo, Pedro Sánchez sigue en su nube, y con singular sentido del Estado, olvida a Mas y carga contra Rajoy. Tal vez con eso siga salvando la precaria asociación con el PSC, pero viene a probar una vez más la incapacidad para generar un discurso propio ante los problemas nacionales. Y Podemos, a conservar su mercado.