Juan Carlos Girauta-ABC

  • Ningún poderoso, en el sentido más amplio de la palabra, quería la regeneración

El sueño de la regeneración nos señaló un norte cívico y moral. Y fue arrebatador. Tantas infamias de España se decían, tanta bilis y veneno esparcían los incesantes aspersores, que algunos catalanes nos creímos obligados a defender España. A diario. Era lo justo. A los «felices pocos» nos resultaba imposible no denunciar la odiosa mentira institucionalizada, sistemática. Los cuatro nos pusimos a condenar el simplismo con que todos los males a «España» se atribuían. Los tres deplorábamos que una sociedad antaño tan libre y tan clara, tan desentendida del qué dirán, hubiera devenido rebaño gimiente. Los dos reprochábamos a los figurones culturales o mediáticos que la simple diferencia se hubiera vuelto sospechosa. Uno fui mil veces frente a una tropa

de opinadores, políticos y profesores que se complacían en repetir los mismos mantras, o en estrenar los nuevos a coro el día que tocaba. Nunca llegué a entender esa forma de masturbación intelectual. ¿Dónde radicaba el placer de decir lo mismo que todos los demás?

Pero a esas alturas ya no se trataba solo del placer de fundirse con una masa que tapaba las individuales carencias. Ni siquiera se trataba del estadio segundo -qué largo fue, qué largo es- en el que debía dar muestras de adhesión al régimen nacionalista todo catalán que pretendiera ganarse la vida trabajando en la Universidad, en el mundo asociativo, en un colegio profesional, en los medios de comunicación, en el entorno de los museos, en la movida musical o teatral, en alguna productora audiovisual, en la literatura, en el pensamiento. Pero, ¿qué cosa nueva puede contar aquel que se condena a no salirse del camino trillado? ¿Qué chispa emitirán los abonados al discurso único? ¿Qué pensamiento merece la pena cuando es solo redundancia, modalidades técnicas o meramente nominales para decir lo mismo que todos los demás?

Uno, dos, tres, cuatro sentimos el imperativo categórico de ponerles frente a un espejo para que vieran su podredumbre intelectual y moral, y en qué se habían convertido, ellos que prometían tanto. Había que revelarles que no eran individuos sino fantasmagorías del sueño materializado de Jordi Pujol.

Uno, dos, tres, cuatro nos esforzamos tanto por defender la idea de España que, sin proponérnoslo, ejercitamos el músculo de la regeneración: la España que teníamos en la cabeza era la España deseable. Y nos lanzamos al ruedo nacional. Cuando fuimos millones, comprobamos que nadie en los círculos de poder perseguía en realidad regeneración alguna. Con excepciones, ellos no habían tenido que desarrollar el músculo España porque en sus entornos no se escupía a su patria ni quemaban su bandera ni maldecían lo común, ni tristes cómicos se burlaban a todas horas de lo que uno amaba y respetaba haciéndose de paso multimillonarios. Ningún poderoso, en el sentido más amplio de la palabra, quería la regeneración. Fue un descubrimiento triste.