La crisis desencadenada en la coalición PSOE-Unidas Podemos a causa de discrepancias de fondo y forma sobre la reforma de la legislación laboral, coincidiendo con la retirada judicial del acta de diputado a Alberto Rodríguez, no parece haberse enfriado del todo. Amenaza con estallar a la primera discrepancia que se produzca en el alambicado procedimiento establecido para acomodar a ambos socios en relación al diálogo social. El riesgo inmediato es que socialistas y morados confundan los problemas -en este caso del mercado de trabajo o de la institucionalidad- con sus propias cuitas. Lo que se sumaría al engaño que supone confundir el interés común con los ecos de la polarización irrefrenable entre izquierdas y derechas. Ello cuando la épica que ha acompañado al combate contra el coronavirus y sus consecuencias, con el manido eslogan de ‘no dejar a nadie atrás’, no sirve para afrontar las nuevas vicisitudes de la energía y la inflación. Y el ensimismamiento que entraña la negociación permanente entre los socios de gobierno -expresa o implícita- tiende a soslayar la evaluación responsable de los efectos reales que comporte cada medida acordada en tales condiciones.
Se discute sobre la reforma laboral en los mismos términos que se empleaban contra las iniciativas de Mariano Rajoy -a lo que ayuda la advertencia de que Pablo Casado promete recuperarlas cuando llegue al Gobierno- porque de lo que se trata es de medir fuerzas dentro del Gobierno. Se promueve la primera Ley de Vivienda más como gesto de paz dentro del Consejo de Ministros que como intervención normativa consciente de que generará efectos adversos a los principios que se proclaman. La carga dramática con que los de Podemos acostumbran a describir los problemas con expresión de angustia vital pesa sobre todo ello.
La discutible retirada de su escaño a Alberto Rodríguez llevó a éste a darse de baja de «estructuras de partidos estatales» por sus «límites» respecto a «una perspectiva archipielágica autocentrada», calificando el hecho de «cacicada contra Canarias», y sugiriendo que obedece a que él es un «pibe de barrio obrero» de apellido común. Yolanda Díaz dijo hace un mes «estar rodeada de egos», advirtiendo de que «si existe ruido es probable que me vaya». Pasando por alto que fue un ego como el de Pablo Iglesias el que, precisamente en el momento de ‘retirarse’ de la política, la designó próxima candidata de Unidas Podemos sin encomendarse -que se sepa- a primarias o a una deliberación orgánica. La conjugación de la política tan en primera persona del singular afecta muy negativamente a su función pública. Sobre todo porque es un fenómeno contagioso. Recuérdese el paroxismo del referéndum interno sobre la compra de un chalé en Galapagar. La dramática defensa de unas ideas frente a otras como cuestión personal revela siempre un grado inquietante de narcisismo, especialmente cuando se trata de algo tan colectivo como la reforma laboral. No son de ese tipo las emociones que las izquierdas necesitan aflorar, si es que necesitan alguna para evitar acomplejarse frente a las derechas.