EL MUNDO 12/11/13
ARCADI ESPADA
Hay un hombre en el gobierno que tiene por hacer un trabajo ejemplar desde el punto de vista de las exigencias del Estado de Derecho. Es el ministro de Justicia y su trabajo consiste en detallar hasta qué punto va a extenderse la impunidad sobre los asesinatos de ETA. Hace un tiempo la Fundación Víctimas del Terrorismo elaboró un escalofriante informe sobre los crímenes sin resolver del terrorismo: unos 300, cerca del 40% del total. Se apreciará la primera afrenta, que es la de los números redondos. La primera obligación de un Estado es contar bien: el fundamento de toda moral. Algunas personas que participaron en la elaboración de ese informe y que luego se personaron con él en la Audiencia para acabar con los números redondos quedaron sobrecogidas ante la magnitud del desorden. Puede resumirla esta evidencia: los jueces no sabían cuántos crímenes tenían autor conocido. La impresión subsiguiente fue aún más devastadora: con los medios de que disponían era imposible que hicieran ese trabajo. Así pues la primera obligación del ministro Gallardón es destinar hombres y dinero. El trabajo no deben hacerlo las víctimas ni los periodistas ni los contables. Es un trabajo de Estado. El porcentaje de crímenes etarras no resueltos es abusivo.
Este es un momento idóneo para el trabajo. El arrepentimiento se demuestra andando y todavía hay bastantes etarras por arrepentir. Sería magnífico que exprimieran ¡su memoria histórica! y ayudasen al ministro a drenar la laguna del dolor. ETA ha sido derrotada; pero hay decenas de asesinos que han obtenido tremendas victorias parciales. El ministro debe impulsar un plan por las mismas razones que debe acatarse la sentencia de Estrasburgo. Y debe hacerlo sin miedo a que su trabajo acabe señalando la hosca verdad: que algunos, acaso muchos, de esos crímenes no podrán resolverse. Más que arreglos vergonzantes vinculados con el posterrorismo yo percibo en la inacción ministerial el temor a que el Estado deba asumir que no solo no pudo impedir la muerte sino que ni siquiera pudo ponerle nombre. Lo comprendo. Pero ese no sería el reflejo correcto de un gobernante democrático.
En España hay una gran afición a abrir las tumbas. La única causa seria y real es que nunca fueron bien cerradas.