El autor sostiene que la izquierda confluye con los nacionalismos regionales más por rechazo rencoroso del nacionalismo español que por una verdadera convicción respecto de la autodeterminación de los pueblos.
La cuestión de fondo que debatimos hoy no es el devenir futuro de una comunidad más o menos huraña que avanza ciegamente hacia un enfrentamiento luctuoso, atrapada en la frustración de su nacionalidad incompleta. Porque ninguna independencia se ha logrado (o fracasado) sin derramamiento de sangre. La cuestión de fondo es el futuro de la nación española que debería integrarla y que la izquierda oportunista e irresponsable parece decidida a destruir.
Ese es el verdadero problema del nacionalismo en España: la izquierda aliada de los nacionalismos regionales más por rechazo rencoroso del nacionalismo español que por una verdadera convicción respecto de la autodeterminación de los pueblos.
Los nacionalismos tienen una lógica y una estructura similares. Contrariamente a lo que se repite por ahí, las naciones no fueron la consecuencia de la liberación de los «sentimientos nacionalistas latentes en las comunidades oprimidas», sino que fueron creadas de forma artificial para reorganizar los dominios dinásticos desmantelados. La nación es, sobre todo, una figura política afín a la democracia burguesa. El nacionalismo surgió después. Y, aunque el mundo actual está constituido desde no hace mucho tiempo por naciones, es evidente que no se rige por valores nacionalistas. Ni siquiera el abominable Donald Trump actúa como un nacionalista cabal cuando promueve de forma estridente sus medidas proteccionistas, pues la economía norteamericana hace muchas décadas que está globalizada. Sus bravatas son pura demagogia populista y parecen dictadas por grandes empresas y lobbies que juegan una partida global. El mundo actual está administrado por intereses transnacionales y programas militares estratégicos. Y así ha sido, cuando menos, desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
No obstante, es cierto que el mundo está organizado en una comunidad de naciones. Unas son reales, porque así lo han decidido sus nacionales y sobre todo porque han sido reconocidas por las demás; y otras, aún no realizadas, aspiran a serlo en virtud de algún rasgo sobresaliente que las identifica: sea una creencia religiosa, una diferencia racial, una lengua, algún conflicto poscolonial no resuelto o incluso un paisaje. Sin embargo, como bien observó Tony Judt, a propósito de ese chancro de fijación que es Israel en medio de los árabes, hay comunidades que legítimamente podrían conformar una nación pero –qué le vamos a hacer– sólo sirven para causar problemas, por la simple razón de que, como sucede con Israel, han llegado tarde al reparto. Una vez alcanzado este punto, cabe hacerles un sitio y darles algún tipo de entidad, pero mejor que se mantengan como nacionalidades frustradas.
A mediados de los años 60, mi madre solía aparecer en los medios literarios de Buenos Aires acompañada por un escritor realista y hoy en día olvidado llamado Roger Pla. Nunca entendí qué veía en él. Era un individuo bastante vulgar, con un bigote anacrónico y una estampa como de cantor de tangos. Escribía cuentos y novelas, actividad digamos que espiritual que no casaba bien con sus manos enormes de uñas triangulares, como las de un castor. Igual que muchos intelectuales venidos de Rosario, Pla era rabiosamente moderno y a la vez costumbrista y, por lo tanto, sensible a una tradición. Un día –yo debía de tener entonces 14 años– le oí hacer un par de comentarios acerca de Ulysses de James Joyce. A modo de elogio exaltado, Pla dijo que esa novela célebre contenía más de 30 géneros literarios y después, con tono solemne e impostado, agregó: «es la epopeya de una nacionalidad frustrada».
Nunca pude comprobar si Ulysses era tan pródiga en géneros literarios como afirmaba Pla. Cuando la leí, no me pareció encontrar nada épico en ella. Sin embargo, 15 años después, cuando recalé en Barcelona por razones que no vienen al caso, en fecha tan lejana como septiembre de 1976, la sociedad catalana a la que poco a poco me fui incorporando, me recordó aquello de la nacionalidad frustrada. Estaba claro que Pla no se había inspirado en la novela de Joyce, sino en algo más doméstico: nacido en una provincia argentina, seguía sintiéndose también catalán y seguramente había visto en el conspicuo nacionalismo irlandés de Joyce una afinidad íntima compartida, ese típico sentimiento de pertenencia imaginaria. Los irlandeses comparten con los catalanes una especie de obcecación que les hace repetir, por cualquier razón y de la manera que sea, todo el tiempo, alguna referencia a su lugar de origen.
¿Qué sentido tiene reivindicar una nacionalidad frustrada, es decir, una nación que, por una razón u otra, no pudo ser? Sólo se me ocurren motivaciones más o menos melancólicas, como las que Jon Juaristi apuntó con relación a los vascos. La nacionalidad frustrada es una angustia que mantiene a quienes la sufren en un permanente retorno sobre el sentimiento mismo, pues lo propio de la angustia es retornar.
El nacionalismo catalán es el paradigma de una frustración nacional irredimible. Se inspira en la insolidaridad característica de las regiones ricas y se alimenta de pequeñas y mezquinas afirmaciones diferencialistas, algunas de ellas folclóricas, incluso futbolísticas; y otras inventadas, como la lengua de Pompeu Fabra. Puro recelo, rencor callado y golpe bajo, como aquel que protagonizó en 1992 un hijo de Jordi Pujol, llevando la antorcha olímpica en una mano y en la otra una pancarta que rezaba Freedom for Catalonia, pancarta traicionera y cobarde que ni siquiera estaba escrita en catalán, sino en inglés. No expresaba un reclamo de libertad, sino una pataleta de señoritos privilegiados.
LA FRUSTRACIÓNque genera un programa nacional que nunca acaba de realizarse es inagotable y para quien llega del extranjero es un problema permanente porque no puede redimirse con integración alguna. ¿Cómo se integra uno a una comunidad imaginaria? El inmigrante está de antemano condenado a su diferencia: le es permitido estar, pero nunca le estará permitido pertenecer. Como alternativa puede convertirse en una especie de esbirro o de gurkha, como Pisarello. O si es algo más digno y auténtico, ponerse a chapurrear un catalán acharnegado aprendido en el barrio y confiar en que sus descendientes, ya del todo deculturados por las escuelas manipuladas por el separatismo, consigan fundirse con el paisaje. Pero esa es otra frustración sobrevenida, surgida del desarraigo o la miseria, que produce individuos arteros que ocultan sus apellidos españoles o los catalanizan para sentirse admitidos y sólo consigue retroalimentar la xenofobia.
Se dice que con su odio a lo hispánico el separatismo desenfrenado de los últimos años ha multiplicado los gestos xenófobos. No es verdad. La xenofobia estaba ya por todas partes en 1976. Lo primero que me llamó la atención al llegar a Barcelona fue que los catalanes de cualquier extracción social hablaran de sus connacionales españoles venidos a trabajar a la región como de «inmigrantes» y a nadie le llamara la atención. «¿O sea que tú perteneces a esa otra invasión que estamos sufriendo?»; con esta frase y el tono petulante característico de la gauche divine al que con el paso de los años acabé por acostumbrarme, recibió Román Gubern a mi primera mujer hace más de 40 años. El término sudaca, con su desprecio inherente incorporado, tan sofisticado como inapelable, lo escuché por primera vez en boca de Carlos Barral. Es falso, pues, que la izquierda catalana haya devenido nacionalista y xenófoba. Siempre lo fue. Si acaso, su compromiso siguió la propia inconsistencia de su programa ideológico, caído en bancarrota junto con la URSS. Primero se echó en brazos del pujolismo y, sin demasiadas cortapisas, casi enseguida se hizo separatista radical. Ya se sabe que el izquierdista sólo necesita encontrar el argumento. Que no importa la causa, sino la ocasión o el pretexto para seguir siendo de izquierda. En eso estamos ahora.
Enrique Lynch es profesor de Estética.