Juan José Alvarez-El Correo

  • Sin contrapesos al poder tendremos siempre una democracia de baja calidad

La calidad de la democracia es clave para que los ciudadanos nos sintamos parte de todo el entramado institucional en el que esta se vertebra. Los dos conceptos clave que manejó el presidente del Gobierno en su declaración institucional fueron los de regeneración democrática y consolidación de derechos. Su continuidad en el cargo fue anunciada por él como un «punto y aparte». Ello implica, en apariencia, un intento de revertir el imperio de la toxicidad política reforzando los valores democráticos. Pedro Sánchez zanjó la incertidumbre acerca de su futuro. Sigue, pero pide una reflexión para cambiar la política y evitar que los bulos dominen la escena política y social.

Un poco de autocrítica hubiera dado más credibilidad a sus afirmaciones; si realmente quisiera liderar un proceso de regeneración de la conversación política habría debido incluirse a sí mismo, y a su partido, como parte del problema. Habría sido más creíble que reconociera que en algún debate parlamentario él mismo ha utilizado esa beligerancia dialéctica y que su partido tampoco es ajeno a la polarización. Sánchez afirmó haber actuado desde una convicción clara: o decimos ‘basta’ o esta degradación de la vida pública determinará nuestro futuro condenándonos como sociedad. Y subrayó que esto no es una cuestión ideológica, sino de respeto, de dignidad, de principios que van mucho más allá de las opiniones políticas y que nos definen como sociedad y sus reglas del juego.

Su intento de generar pedagogía social en torno a estas cuestiones no es baladí: el bochornoso espectáculo que un día y otro ofrece la dimensión parlamentaria de la política española parece no tener límite; el principal problema radica no tanto en la discrepancia, que es siempre lícita y enriquecedora, sino en el tono discursivo tan duro, tan bronco, tan poco constructivo. Pero, con todo, ese barrizal dialéctico-político al que asistimos, los poco edificantes discursos (tan maniqueos como simplistas), los enfrentamientos y exabruptos que están caracterizando con frecuencia este tiempo político no son lo peor. Es la propia convivencia en paz entre diferentes la que se pone en riesgo.

La ciudadanía solo recuperará la confianza en sus instituciones si construimos una nueva cultura política. Hay una necesidad social que parece ir en dirección contraria a la lógica de la crispación y de la bronca permanente, concretada en que en lugar de acentuar lo que distingue y separa a las formaciones políticas éstas se pongan de acuerdo para tratar de encontrar puntos de encuentro respecto a cuestiones troncales para la convivencia, la paz social y el fortalecimiento de los derechos y libertades sociales y políticos.

Buscar la bronca permanente, la descalificación y la crispación continua, jugar a la adhesión o al odio como únicas opciones, «ser o de los míos o mi enemigo» parece poder conferir, en apariencia, ciertos réditos electorales, pero en realidad se acaba volviendo en contra de quien exhibe este tipo de dialéctica política.

Ya no es solo cuestión de buena o mala educación. Lo peor, siendo como es una mala praxis política, no es solo la creación de ese clima de hostilidad belicosa, sino el hecho de que, a sabiendas de que tal modo de hacer política derrumba puentes que tanto ha costado edificar, se insista en esa orientación. Es la búsqueda del poder por el poder y todo parece valer, cueste lo que cueste en términos de convivencia democrática. ¿Dónde quedan las instituciones, y en particular las Cortes Generales, en medio de esta cainita deriva?

Toda esta beligerancia dialéctica nos muestra una cultura política patológica que mina la calidad democrática y la confianza de la ciudadanía en el propio sistema. Revela la existencia de un tipo de política estéril, poco inteligente, de corto alcance, mera táctica oportunista y ocurrencias que solo tratan de impactar mediáticamente. Ello agranda, si cabe, el déficit sistémico de la política. ¿Dónde queda su misión ética? La ética de las instituciones, la ética pública, tiene como eje central la idea de servicio.

Las relaciones entre la ética y la política son un tema de viva discusión cotidiana, ahora de nuevo más que nunca. Y para todo ello, para la regeneración de la política, para creer y confiar de nuevo en la política y en los políticos necesitamos una conciencia ciudadana que conduzca a la necesaria y previa regeneración institucional. Tal vez la conclusión pasaría por asumir que no cabe construir ningún proyecto político desde lo negativo, desde el desprecio ni desde la prepotencia.

Una verdadera calidad democrática requiere profundizar en la educación ciudadana, exige insistir en pedagogía democrática, demanda trabajar para fortalecer la implicación de la ciudadanía. Vivimos en un mundo y en una sociedad cada vez más difíciles de gestionar y la democracia se enfrenta a nuevos retos.

Esa rebelión cívica pendiente no se logra solo mostrando la indignación o el malestar, la desafección y el reproche; se ha de lograr tomando conciencia de que sin contrapesos al poder tendremos siempre una democracia de baja calidad.