José Luis Zubizarreta-El Correo

  • La polarización de la política hace que el ciudadano quede paralizado sin poder decidir, como el asno de Buridán, entre el desistimiento y la crispación

Por mucho que uno se resista a tirar de tópico, resulta inevitable en estos momentos evocar a Pirro y su victoria contra los romanos en Heraclea. Y es que, como el rey de Epiro, Pedro Sánchez, pese a salir airoso de su envite del pasado fin de semana, ha perdido en él mucho más de lo que ha ganado. «Unas cuantas más victorias como ésta -se habrá dicho como el monarca griego- y echo por tierra los apoyos y el prestigio que me quedan». Cabe pensar, en efecto, que el gesto de retirarse a reflexionar sobre si merecía o no la pena seguir afrontando los inconvenientes personales y familiares que implica el ejercicio del poder en una sociedad abierta como la que gobierna le habrá reforzado la fama de habilidoso maniobrero y elevado la moral de sus más entusiastas seguidores. Pero, a la vez, el precio que ha pagado en términos de renombre internacional y ahondamiento de la sospecha de persona proclive al engaño y la mendacidad ha sido muy alto. ¡Costes ambos no despreciables para quien en tanta estima se tiene y a tanto aspira en política exterior! No parece, pues, exagerado pensar que un no pequeño número de quienes le eran, si no adictos a su persona, sí favorables a sus logros habrá desfallecido en su favor y reflexionado, como él, si merece el mantenimiento de su apoyo.

De todo esto se ha hablado ya mucho y habrá aún charla para rato. El tema se presta tanto al análisis serio como a la tertulia frívola y malévola. Pero la prolongada concentración en él amenaza con dejar pasar inadvertido el hecho de que la debilidad o la fortaleza del personaje en cuestión depende tanto de sus virtudes o vicios cuanto de factores ajenos. Sean aquéllos los que fueren, y de ambos hay de sobra, es en la debilidad ‘del otro’ donde su fortaleza se hace inexpugnable. Buena prueba es que cada vez que uno expresa una crítica a su persona o su proceder ha de enfrentarse a la réplica de un irrefutable «sí, pero es que el otro…». Y, en verdad, la tan manida como real polarización en que la opinión pública se ve forzada a desenvolverse la obliga a inhibirse de optar entre dos extremos y a escudarse en la imposibilidad de elegir entre lo malo y lo peor o lo peor y lo malo. Llamemos, pues, a las cosas por su nombre y hablemos del Partido Popular.

Tres vicios lastran la opción popular: su hijuela, su seguidismo y su falta de alternativa. La hijuela es, por supuesto, Vox, partido nacido de su entraña. La dependencia que respecto de él ha revelado a la hora de gobernar y comportarse supone un lastre de pesada carga para una democracia que nace precisamente del rechazo a un pasado que el nuevo partido parece añorar. En tal sentido, los aliados del PSOE, incluido, por asombroso que parezca, Bildu, concitan menos odiosidad general que esa extrema derecha que se asemeja a las autocracias más regresivas que pululan por Europa y el mundo. De otro lado, el seguidismo. El Partido Popular ejerce su práctica política a rebufo de la agenda que en cada momento le marca su adversario socialista. Pica en todos sus cebos. Es, a este respecto, el vagón de cola que soporta las más violentas sacudidas y vaivenes del convoy. Falto de iniciativa, su labor se limita a replicar, por lo general en tono desabrido y altanero, las palabras o las medidas que su adversario pronuncia o adopta. Y, finalmente, atrapado en este seguidismo, no encuentra tiempo para desarrollar y presentar al elector una política propositiva que lo consagre como alternativa capaz de protagonizar la alternancia. Parece decidido a eternizarse en una desaforada oposición, sin acertar a meter, con lo fácil que lo tiene, el dedo en las muchas llagas por las que el adversario sangra.

Siendo ésta la tesitura, la política se estanca y se desnuda de incentivos que estimulen la participación de la ciudadanía. Si la polarización lleva a la crispación, la falta de alternativa y de perspectiva de alternancia conduce a una apatía que desemboca en lo que, tras el entusiasmo de la Transición, vino en llamarse desencanto. Y, si mala es la crispación por las rupturas que causa en el seno de la sociedad, no es mejor el desinterés que apaga el compromiso ciudadano y deja a la sociedad en manos de la arbitrariedad de quienes la gobiernan. Se enervan así las fuerzas de una ciudadanía que renuncia a ejercer como tal a cambio de la pasividad y, a la postre, de la sumisión. Y, enfrentada al dilema de desencanto o crispación, se sentirá paralizada a semejanza del asno de Buridán. Pero, esta vez, no por igual atracción, sino por idéntica repulsa.