Fernando García de Cortázar, ABC, 15/4/12
Los acontecimientos que se conmemoran encarnan el tiempo de los hombres. Permiten que una experiencia se sostenga a través de nuestra vida, y podamos cederla a los que vengan en forma de una tradición. Por ello, la conmemoración es algo fundamental en nuestras sociedades
EL tiempo de los hombres es siempre el de las conmemoraciones. No puede creerse en el tiempo lineal que nos prometía un ingenuo progresismo, en el que bastaba con colocar el propio equipaje en el vagón de la historia para ir avanzando por paisajes mejores hasta llegar a la perfección de un paraíso mundano, construido a imagen y semejanza de nuestra ambición de ser los dueños de la Tierra. Nuestro tiempo no puede reducirse tampoco a un instante inmóvil, que ha sustituido las ilusorias jactancias de los dos últimos siglos por una deserción de las ideas mismas de esperanza y de recuerdo, con esa actitud que, tras decir que la historia no nos enseña nada, pasa a señalarnos que el futuro no existe más que como una simulación que reitera la insolvencia moral y la inutilidad ejemplar de un pasado ya muerto.
El tiempo de los hombres avanza por otro camino, que Walter Benjamin acertó a describir poco antes de su muerte, esa historia que se nos muestra solo en su versión auténtica en un momento de peligro. Avanza reconociéndose en una experiencia que va sedimentando la conciencia de las épocas, un hilo conductor que las vincula, una tradición que las convierte en mucho más que una sucesión de fechas. El tiempo de los hombres es el tiempo del significado y, en este sentido, el de su redención. El pasado, lejos de ser irrevocable, es evocado como sustancia fundamental de nuestra actualidad. El recuerdo no lo contempla como una pieza arqueológica que nos emociona desde su sencillo anacronismo. «La memoria conoce», escribió Faulkner, sin referirse con ello a la acumulación de datos que se recapitulan en la soledad de un archivo o en el esfuerzo de una excavación. El pasado resuella en nuestros días cuando deseamos encontrarlo por lo que contiene de presente, de permanencia, de constancia de lo más importante de la vida humana, destilado en los accidentes de los procesos históricos, depurado en los errores y en las derrotas de la bondad.
Los acontecimientos que se conmemoran encarnan el tiempo de los hombres. Permiten que una experiencia se sostenga a través de nuestra vida, y podamos cederla a los que vengan en forma de una tradición. Por ello, la conmemoración es algo fundamental en nuestras sociedades. Ese ritual ofrece la medida de nuestra calidad como hombres. Y, en estas fechas, la conmemoración de los cristianos no se ha referido a un suceso local, a una gloria perecedera, a un heroísmo tribal que levantamos en forma de una minúscula identidad. Los días que celebran las últimas horas de Jesús en la Tierra nos requieren, en cambio, con su impulso universal, con su certeza de liberación de todos, con su exigencia de conducta, con su ejemplo doloroso y esperanzador. En efecto, se trata de conmemorar y de actualizar una Pasión en todos los sentidos que esa palabra pueda tener.
Frente al tormento y la muerte, la resurrección y la vida. Pero la pasión entendida como sufrimiento es también la pasión por el mensaje concedido. Es la pasión del juicio ante Pilato, la firme defensa de la verdad frente al escéptico, de la vida libre frente a la resignada condición de la mera supervivencia. En la pasión de Cristo no se encuentra solo la aceptación necesaria de la humillación, del dolor, del ejemplo de valor ante los verdugos. Su pasión no era apetencia de la muerte. Era defensa de la verdad que hacía libre y de la libertad que permitía vivir como seres humanos. La vida, la libertad, la verdad defendida ante el ultraje, no la muerte aceptada en silencio. La muerte como manifestación de que solamente a través de la propia carne Jesús podía ser el Hijo de Dios. Sólo sufriendo hasta la exasperación una suerte humana podía ser redentor enviado por el Padre. Pero nunca lo hizo en silencio. Porque en el principio fue la Palabra y en el camino de la atrocidad final se encontró también la Palabra.
Concluidas las procesiones, la formalización barroca del sufrimiento de hace dos mil años, apagado el rumor de los festejos, ¿qué celebramos los cristianos? La hora de la verdad, ciertamente. En estos días, se anunciaba la forma en que agnósticos y creyentes intercambiaban su propia fascinación. Los creyentes, queriendo devolver a la vida de Jesús su carácter de revelación. Los agnósticos, proponiendo que esa vida se defienda como evangelio, como la buena nueva de comprender al ser humano en su inquebrantable dignidad, en su libertad natural, en su universalidad sin concesiones. Todos ellos, queriendo encontrar en la vida de Jesús un desafío. No solo el que propone la libertad a través de la verdad sino el que, sin salirse siquiera del evangelio de san Juan, señala que Jesús no ha venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo; el que recuerda que quienes hacen el mal procuran que sus actos queden en la oscuridad, para no ser calificados por sus obras.
El cristianismo no es una crítica del mundo, sino una propuesta de salvación. Es la ocasión en la que los hombres son entregados a su propia decisión, a su libertad de elegir, cumpliendo con su destino, no esquivándolo en nombre de una decisión que no es el resultado de la libertad, sino el fruto de las limitaciones a esta, creadas por el miedo, la ambición, la mezquina necesidad de llegar a ser algo a costa de dejar de ser alguien. Los cristianos no celebramos solamente la muerte de Jesús, sino su resurrección. Y celebramos que ambas sean la culminación de una existencia en la que lo que se encarnó en la Tierra fue la posibilidad de dar un sentido a la vida humana, de arrancarla de un trámite temporal condenada al absurdo. Celebramos que, ante una autoridad basada en la mentira, en el desvarío y en la esclavitud del hombre, Jesús defendiera su verdad, su realidad y su libertad como elementos propiciatorios de lo que el hombre debía ser desde entonces. Conmemoramos que su compromiso con esa verdad le llevara a la muerte, porque solo entonces la palabra se hizo carne de nuevo. Nuestra conmemoración convierte aquel hecho, ocurrido al otro lado del Mediterráneo hace dos mil años, en una pasión de nuestro tiempo. Desde aquel lugar lejano, desde aquel momento fundacional, el cristianismo no ha dejado de proclamar el sentido de esa pasión por la verdad, por la libertad, por la vida. Todos los años, una muerte atroz nos recuerda un compromiso necesario, un carácter fundamental de lo que afirmamos en una era que lleva el mismo nombre de Jesús. No nos pidió que le siguiéramos en el sufrimiento, sino en su mensaje esencial, asumiendo las consecuencias difíciles de vivir por las mismas cosas que le llevaron a la muerte. En la conmemoración de su valentía sin jactancia, en el recuerdo de su posesión piadosa de una verdad indomable, en la memoria del sufrimiento asumido como prueba de su esperanza en el hombre, los cristianos debemos celebrar el día en que empezó la dichosa experiencia de sentirnos seres humanos libres, constructores de nuestro futuro, fraternales individuos con proyección universal, carne mortal con conciencia de eternidad. Una pasión de nuestro tiempo.
Fernando García de Cortázar, ABC, 15/4/12