Gregorio Morán-Vozpópuli

Todo sigue igual, aunque sea con tendencias significativas que se acentúan o se banalizan. Han sido unas elecciones de confirmación

Nada cambia, salvo el dolor. Todo sigue igual, aunque sea con tendencias significativas que se acentúan o se banalizan. Han sido unas elecciones de confirmación. Feijóo se consolida como indiscutible líder gallego y se le abren expectativas de aspirar a más altas instancias. No tiene prisa: de momento el tiempo corre a su favor y puede contemplar la ansiedad de los suyos con esa templanza que otorga una mayoría absoluta, eso tan infrecuente de no depender de nadie, de mantenerse sin otra exigencia que la de dar seguridad a un electorado angustiado por el miedo a lo que pueda venir.

El electorado vasco está acostumbrado al equilibrio y las fidelidades. El nacionalismo del PNV se aviene a formar un tándem con los socialistas. Llevan décadas haciendo lo mismo, incluso durante el franquismo, cuando cada cual iba como podía y la azarosa vida del Gobierno en el exilio estaba siempre sujeta a maniobras y represiones. Entonces ellos ya estaban ahí, enfurruñados y susceptibles, pero eran los únicos, digo bien los únicos, que pactaban y luego se enfadaban, se enfadaban y luego pactaban. Ambos suben, pero sin estridencias, como si las bases les concedieran una prórroga. El PNV, casi en la cima de su potencia administradora y el PSE, revalidando su papel de compañero de viaje.

Sin embargo, aparece una estridente novedad. El soberanismo radical heredero de los años de terrorismo pasa página y sale fortalecido de manera llamativa. Todos hacen como que olvidan, pero las heridas de los años de plomo siguen abiertas, y en algunos casos en carne viva. HB Bildu aspira a ser la nueva izquierda construida sobre el terror, y a fe que está por conseguirlo sin apenas renovación de su grupo dirigente. Una especie de IRA provisional, con un pie en las instituciones y el otro en el independentismo. Con 22 escaños -cuatro más que en 2016- y 250 mil votos, el doble que los socialistas, es ya la segunda fuerza política del País Vasco. A diferencia de otros fenómenos efímeros, su constante incremento los ha convertido en una realidad anticonstitucional sin otro precedente que el del carlismo. Lo tiene muy claro el PNV: ahí está un competidor y, a diferencia de las frivolidades políticas en Cataluña que tanto añora Podemos y su sopa de siglas, la estrategia política para mantener un muro de contención es la que ya marcó en años tan frenéticos como los 60 el entonces líder Juan Aguriaguerra que luego corregiría Arzalluz metiéndolos en un callejón que se denominó Ibarretxe, el hombre que aprendió euskera en un verano y que siempre creyó que todo lo que se debía hacer bastaba con dedicarle un verano.

El giro hacia el soberanismo de la izquierda, ya sea socialista o comunista, se salda siempre con una derrota si dejamos al margen los beneficios personales

Si hay algo novedoso en las elecciones autonómicas de Galicia y el País Vasco es la aparición del soberanismo como única alternativa a la derecha, y esto es un problema de Estado. El giro hacia el soberanismo de la izquierda, ya sea socialista o comunista, se salda siempre con una derrota si dejamos al margen los beneficios personales. Nadie hay mejor colocado que un izquierdista convertido al soberanismo; hay una gama tan amplia de ellos desde Cataluña a Galicia, pasando por el País Vasco, que se podría hacer una guía de carreras prósperas de dirigentes de partidos arruinados.

Una prueba de la fragilidad y la ceguera de los partidos políticos españoles en general consiste en hacer de ellos sustitutos del Estado, mini estados con sus funcionarios, sus rentas, sus corrupciones, sus líderes de pacotilla ejerciendo de estadistas. La intrincada cuestión del soberanismo no la resuelve un partido por mucho que ambicione representar totalitariamente al conjunto de la ciudadanía. Es un problema de Estado y eso exige dos condiciones básicas de las que nosotros carecemos: tiempo e inteligencia. De ahí que llevemos décadas tratando de mover la misma rueda de molino. Cuando alguien defiende la cándida teoría del soberanismo de izquierda siempre detrás está su patrimonio; aspira a ordeñar a la izquierda que dice representar y al nacionalismo que le mantiene el sobresueldo.

Por citar lo más cercano, no le busquen más secretos a los giros de los Ramoneda y los Juliana; sus ambiciones están sujetas a la cucaña, de ahí su versatilidad; hoy de la CUP, mañana Convergentes; hoy de la izquierda nacionalista, mañana del nacionalismo más servil. Siempre queda el Estado y el compadreo para hacérselo perdonar y más cuando apenas dura la temporada otoño-invierno. Todo, salvo reconocer que hay problemas que no pueden resolverse en los tratados de todología tertuliana. Hay que pechar con un Estado descompuesto, donde desde el Rey -emérito- hasta el vasallo menos rumboso aspiran a encontrar soluciones personales, a menudo ilegales. Nuestro Estado lleva formándose desde hace tanto tiempo que siempre aparecen los ensoñadores con bálsamos menos eficientes que las rentas bancarias.

La sorpresa de Podemos en estas elecciones que muestran la radiografía del país es que marchan sin banderas ni alharacas, pero dejándose por el camino muchos jirones de insolencia adolescente

La sorpresa de Podemos en estas elecciones que muestran la radiografía del país es que marchan sin banderas ni alharacas, pero dejándose por el camino muchos jirones de insolencia adolescente, y puesta la meta en la inanidad. Mientras fueron un grupo de rechazo al establecimiento crecieron y no cabe extrañarse, porque había y aún quedan demasiados motivos para la indignación. Pero se constituyeron en institución, crearon un partido con ambición de gobierno, y empezó la cuesta abajo. Se fue depurando y achicando el grupo dirigente hasta convertirlo en sociedad de bombos mutuos. Una desastrosa selección de objetivos que llevó a que Cataluña, la sociedad que tengo más a mano, se quedara en personajes que parecen salidos del Club de Amigos de la Ciudad… Podemos se inventa dirigentes como otros partidos yernos para hijas casaderas, algo más antiguo que los géneros y los casos y las asociaciones de afectados y afectadas.

Entraron en el Gobierno porque a Sánchez no le daban los números y allí los pusieron a hacer de iconos, para admirarlos con el relumbrón del pan de oro que son los presupuestos. Primero se les fue la política; se quedaron en la mendicidad de defender a los desposeídos tras hacerse notar. Ni siquiera como aquel Alfonso Guerra que estaba de oyente a cargo del erario público, ellos se hacían oír y gritaban alto, porque afirmaban ser los regeneradores de una casta corrupta. Primero fue, pues, la política; como no la tenían se inventaron una teoría que es siempre un sucedáneo de la gobernación. Luego se les fue el desodorante y la ética se resquebrajó; nuevos pero ambiciosos y tan trepas como los antiguos.

La radiografía del país que salió de estas elecciones es la de un enfermo con múltiples dolencias; ninguna novedosa. Hasta la covid-19 parece una vieja cómplice de pesadillas.