EL MUNDO 11/07/14
PERCIVAL MANGLANO
· El autor analiza el panorama político español que ha quedado después de las pasadas elecciones europeas Pide una renovación para la que exige una reforma del sistema electoral y de la financiación de los partidos
El resultado más llamativo de las elecciones europeas del pasado 25 de mayo en España fue el crecimiento de la ultra izquierda. Frente al 7% del voto que obtuvieron todas las formaciones de extrema izquierda en 2009, en 2014 han obtenido un 26%. ¿Por qué han confiado más de 4 millones de españoles en opciones políticas que, como demuestra la Historia, han traído miseria y represión allá donde han gobernado?
Para responder a esta pregunta, es importante diferenciar entre los síntomas y la enfermedad que aqueja al sistema político español. La enfermedad es la incapacidad de los representantes políticos españoles para rendir cuentas de manera sistemática ante sus votantes (exacerbado el problema por la crisis económica más larga de la democracia). El síntoma es la canalización de la insatisfacción que esta incapacidad genera a través de partidos políticos especializados en expresar rabia como son los de extrema izquierda.
El reto para los partidos del centro político y, en particular para el PP, es atacar la enfermedad que esclerosa la capacidad de representación del sistema político español. Si se limita a atacar el síntoma (por ejemplo ninguneando a los portavoces de la extrema izquierda), acabará agravando la enfermedad. El liberalismo ofrece la mejor receta para regenerar la política española.
Los enemigos del liberalismo se esfuerzan por tildarlo de ideología de los ricos. O lo limitan a una doctrina económica exclusivamente dedicada a cantar los elogios del libre mercado. Sin embargo, el liberalismo es otra cosa. Es, de hecho, la filosofía política más directamente responsable de la creación de la democracia moderna.
Los orígenes del liberalismo se remontan a la lucha contra el absolutismo triunfante en la Europa del Siglo XVII. El liberalismo fue la reacción política de las víctimas de unas monarquías acaparadoras de poder y perseguidoras de la disidencia. Si hay una sola idea que defina el pensamiento liberal, esta es su oposición furibunda a la concentración del poder. Fueron los liberales del siglos XVII y XVIII los que señalaron que el problema para un país no era que su monarca fuese más o menos ilustrado; el problema era el poder que acumulaba, lo que le llevaba necesariamente a convertirse en un déspota. Y es que toda concentración de poder genera siempre abusos, injusticia, privilegios y corrupción. El monarca, pues, es tanto más ilustrado cuanto menos poder tenga.
Para asegurar el bienestar de la población, el liberalismo exige que el poder (cuya encarnación es el Estado) sea dividido, equilibrado con contrapoderes. La clave es que los poderosos no “remen todos en la misma dirección”. Deben, al contrario, enfrentarse entre sí. De esta manera nacen el Estado de Derecho y los derechos humanos, incluyendo éstos de manera destacada la propiedad privada, la intimidad, la libertad de expresión o la libertad de conciencia; éstos derechos fueron armas jurídicas para proteger al ciudadano frente a los abusos de los poderosos.
El liberalismo generó una definición de la política basada en representar a los ciudadanos. El político es, según este modelo, aquella persona en la que otros ciudadanos confían para defender sus intereses frente a la acción del poderoso Estado. El político es ajeno al Estado y se enfrenta a él en nombre de sus representados. El mejor ejemplo de esta forma de entender la política es su vertiente fiscal: los ciudadanos pagan impuestos en el bien entendido de que sus representantes limitarán las exacciones, supervisarán el buen uso de los fondos recaudados y les rendirán cuentas al respecto.
Frente a este político cuya labor se basa en representar, en España se ha impuesto el modelo del político orientado a gobernar. Político es en la tradición española el que dirige el Estado, el que decide sobre su presupuesto, el que manda. Este modelo prima la gobernabilidad del Estado. Este fue el modelo que los constituyentes tuvieron en mente en 1978. Y durante más de 35 años ha funcionado bastante bien. España ha disfrutado de su mayor época de estabilidad y progreso en estos años.
El modelo de gobernabilidad surgido con la Constitución de 1978 se basa en, por lo menos, tres aspectos: las listas electorales cerradas y bloqueadas; la ausencia de democracia interna en los partidos políticos y su financiación pública. La consecuencia del modelo ha sido una concentración desaforada de poder en las cúpulas de los partidos. A través de las listas cerradas, las cúpulas (y no los ciudadanos) deciden quién es y quién no es un político, lo que les permite someter a los elegidos a una disciplina de hierro; a través de la falta de democracia interna, las cúpulas se renuevan a sí mismas de forma cerrada (el saliente designa al sucesor); y a través de la financiación pública, las cúpulas se aseguran la libre disposición de importantes fondos con mínimas exigencias de transparencia.
ESTE MODELO político exclusivamente orientado a la gobernabilidad de España se está agotando. La estabilidad de los sucesivos gobiernos españoles se ha asegurado pagando un alto precio en términos de desencanto de los españoles. Éstos observan que la labor del político medio no es representarles a ellos, sino someterse a las cúpulas de sus partidos. No hay gobernabilidad posible con un descrédito tal de la labor política.
Por ello, es urgente una reforma liberal del sistema político español que desconcentre poder de las cúpulas de los partidos y potencie la labor de representación de los políticos. Para ello, tres (aunque se podrían mencionar muchas más) medidas claves serían las siguientes: aprobar un sistema electoral basado en el modelo alemán que combine listas electorales con circunscripciones en las que se vote a una persona; asegurar la democracia interna de los partidos de forma que sus dirigentes y candidatos sean elegidos por sus afiliados (y, en su caso, simpatizantes); y disminuir sustancialmente la financiación pública de los partidos para que se convierta en voluntaria (es decir, privada), dependiente de las contribuciones de los militantes y votantes.
La regeneración que plantea la extrema izquierda en España es tramposa. Pese a sus discursos sobre la democracia real y la voluntad del pueblo, tanto su acción (allá donde gobierna en España y fuera de ella) como sus propuestas persiguen concentrar incluso más poder en manos políticas. Critica, por un lado, a la casta política, pero, por el otro, propone aprobar todo tipo de leyes que darían más poder a los políticos. La historia de los regímenes y de los partidos de extrema izquierda se define por la concentración de un poder exacerbado en las manos de una muy reducida élite política. Claramente, esto no es lo que los españoles desean para su sistema político.
La respuesta a la exigencia de cambio planteada por los españoles tendría que ser liberal para cumplir realmente con sus deseos: desconcentrar poder de las cúpulas de los partidos y de sus máximos dirigentes.
La pregunta clave a hacerse ante cualquier propuesta de reforma política debe ser la siguiente: ¿concentraría esta iniciativa más o menos poder en manos de los dirigentes del Estado? La aspiración populista y de extrema izquierda es darles más poder. La liberal es darles menos poder.