Una ruina política

EL MUNDO 04/10/14
ARCADI ESPADA

Querido J:
Entre 1996 y 2013 el apoyo a la independencia pasó en Cataluña del 22,6% al 40,6%. Se dobló. No sabemos por qué. De nada sabemos el porqué. Pero sabemos lo que ocurrió y también lo que no ocurrió. Empecemos por esto último. Sabemos que no se produjo ninguna afrenta al autogobierno catalán. Y sabemos que los partidos nacionalistas catalanes, liderados por el presidente de la Generalidad, iniciaron una brusca e intensísima campaña para lograr la convocatoria de un referéndum de autodeterminación. Esta iniciativa no surgió de la demanda ciudadana sino que fue una clásica operación de vanguardia política, en la que los políticos construyen un guión y llaman a la gente a seguirlo. En su arranque el guión estaba centrado en la palabra expolio y es probable que la coincidencia con la crisis facilitara su éxito. Pero vincular el auge separatista con la crisis presenta un grave problema conceptual: hasta los propios separatistas reconocen que la independencia empeoraría la economía. Así pues, el guión pronto evolucionó del expolio a la democracia: la autodeterminación como exigencia de la democracia. Ahí estamos.

No estaríamos ahí, de ningún modo, si todos los medios catalanes, públicos y privados, no hubieran apoyado con un entusiasmo militante la campaña de la política. Conocemos su autojustificación: ¡nos debemos a nuestro público! Pero lo cierto es que el periodismo no se debe a su público sino a la verdad. Y la verdad, como en cualquier guerra, está siendo la primera víctima. Hasta qué punto es cierto lo demuestra el párrafo coreano que se ha publicado hoy mismo: «El jurado de la decimocuarta edición de los Premios Nacionales de Comunicación, reunido en el Palacio de la Generalidad, ha decidido galardonar a los Servicios Informativos de Catalunya Ràdio por ‘su compromiso histórico con la información de calidad en Cataluña, como también por el rigor y la pluralidad mostrados durante más de 30 años de actividad’.» ¿Qué sería de la mentira sin el cinismo?

Los dos cambios más llamativos de la política española en estos últimos años, el secesionismo catalán y el comunismo venezolano, comparten su vinculación con la telebasura. En el caso venezolano con la complicidad de programas de las más importantes cadenas privadas, que han hecho con la política lo que antes hicieron con el people. En el caso secesionista con la complicidad del sistema mediático catalán, un vertedero él mismo. Ni uno ni otro espectáculo han tenido una respuesta periodística a la altura de su potencia. La razón principal es la renuncia de la televisión pública española. Televisión Española es el mayor fracaso del Gobierno y una de las pruebas más evidentes de sus dificultades con la política. El problema de RTVE no es económico. Es responsabilidad de quien no ha tenido la sensibilidad ni el afinamiento ni la capacidad estratégica para comprender que la cadena pública es un instrumento esencial en el restablecimiento de las verdades amenazadas. El debate independentista no ha sido nunca la confrontación entre opiniones. Ha sido, y es, la vieja dialéctica entre la información y la propaganda. ¿Quieres una prueba última y chusca? El otro día un periodista sordomudo (sin jodida metáfora), empezaba así su pregunta a Francesc Homs: «Primero, querría felicitar por su trabajo a la Generalitat, que ha hecho que el Consejo de Ministros y el Tribunal Constitucional hayan tomado decisiones que han hecho historia en un tiempo récord…»

RTVE no es un problema del ministro Montoro. La ruina llega cuando un contable pierde el instinto de obedecer. El problema de RTVE es el personalísimo del presidente Rajoy y de su vicepresidenta, precisamente para la política, Sáenz de Santamaría. Miles de veces se le ha reprochado al presidente que con Cataluña la ley no basta. Esta argumentación encubre el eufemismo de que hay que saltarse la ley. Pero proyectada sobre la circunstancia de la cadena pública el reproche es veraz y demoledor.

La ruina de la cadena pública no solo emplaza a los actuales gobernantes españoles, sino que plantea debates difíciles de la ecología mediática. Todos ellos podrían concentrarse alrededor de un centón de preguntas, que ofrezco a cualquier fabricante de simposios: ¿Cómo se protege la verdad en la sociedad contemporánea? ¿Ha de regirse estrictamente por la mano invisible del mercado? ¿Cuáles han de ser sus reguladores? ¿Debe incluir el voto en las urnas una determinada defensa de la verdad? ¿Puede bastarse en esa defensa la llamada sociedad civil? ¿Aún importa la verdad?

La independencia ha sido ya mediáticamente proclamada. Desde antiguo sabemos que una nación es un periódico y viceversa, y que Cataluña es un editorial único mucho antes que lo materializaran el Notari y l’Emprenyat. Una parte gruesa de la argumentación contraindependentista insiste en reflexionar sobre la imposibilidad de construir una nación independiente con la población dividida. Y los más lúcidos detallan que el Estado autonómico, este medio camino entre el centralismo y la independencia, no deja de ser lo que corresponde a ese corazón partío. Pero lo cierto es que ese equilibrio nunca ha existido en Cataluña, mediáticamente hablando: la otra mitad no existe en los medios: y la secesión, como es naturalísimo, ha devenido en segregación.

El Gobierno del Estado ha perdido claramente esta batalla. El estado de ruina en que ha dejado caer a RTVE es la exhibición más descarnada del hecho. Su peor error sería pensar ahora, arrellanándose en el sofá y desenrollando el Marca, que una cosa es la independencia virtual y otra la real. Porque la segunda solo es, en realidad, un prurito. Un mero y arrogante punto sobre las íes.
Sigue con salud.
A.